Cuando en su mejor momento se encontraba, o creía, le llegó una carta del Vaticano en la que se le excomulgaba ad perpetuam.
-Cómo es posible que sepan de mis pescados tan lejos. O, mejor, cómo es posible que sepan de mí en el
Vaticano.
De cualquier manera, pese al disgusto, se alegró de que funcionaran las cosas, y él, que se consideraba un descreído absoluto, empezó a tomarse en serio la religión y la Iglesia. Que se agradecía, recontra, que operase en algún sitio la burocracia- pensaba para sí nuestro amigo.
Y reunió firme voluntad de hacerse practicante. El único inconveniente fue que no le dejaron entrar en la iglesia al domingo siguiente en la sesión de a doce, de lo que dedujo que aquello iba en serio. Pero, lejos de desanimarse, también vio virtud administrativa en aquello. Debían tomar nota otros- se dijo. Era admirable que aunque bajo aquellos, si bien un tanto trasnochados parámetros, aun quedara coherencia en el mundo, y se dirigió presto a preguntar si todavía era tiempo de impugnar el decreto de excomunión y se podía hacer algo en tal asunto.
Pero lo que le dejó estupefacto absoluto fue, cuando al ir a solicitar audiencia al Obispo, lo anunciara por su nombre un ujier que había por allí dentro. |