En cada casa había una maquina de coser de Rubén García García
Había en el fogón una cazuela donde el olor a langostinos invadía el ambiente. Pensé que con eso me agradecería Doña Gertrudis, que su máquina de coser fuese reparada.
—Ay don José, ¡qué hubiéramos hecho sin usted ¡La mayor se nos casa y hay que coser todo el ajuar! Ya ve que no me gusta pedir nada prestado. «Aunque la hubiese pedido, dudo que se la prestaran».
—La máquina está como nueva. Conseguí piezas de segunda mano en buen estado.
—Hay que hacer el vestido de sus hermanas, ni modo que vayan a la boda con las garras que traen. Después habrá mole de guajolote en casa del novio, sería un honor que nos acompañará.
—Gracias doña Gertrudis, pero ni yo sé dónde andaré el día de la fiesta. Si me encuentro aquí, no dude que estaré acompañándola.
-Don José, no tarda en cerrarse la tarde, ya no se vaya a Dos Arbolitos. Quédese, que una mala noche se pasa donde quiera. Le ponemos un petate y unas colchas.
—No será mucha molestia, no quiero que la traigan en chismes.
—La gente habla siempre, y nosotras le debemos tanto. Además, el viento está frío y seguramente no tardará en llover.
En la cocina, alejada de los dormitorios, tendí mi petate, una colcha gruesa y mi almohada. Apagué el quinqué. Escuchaba los susurros del monte y el sueño no tardaría. Una sombra me hizo abrir los ojos, y ágil como una gata se acurrucaba a mi lado. ¿Quién? no sé. Me zarandeo por los hombros. Abrí más que los ojos e intenté sentarme, pero ella me detuvo. —¿Qué quieres?, —Nada, me manda mi mamá para que no pases frío.
Por la mañana arreglé el ajuar y fustigando a mis mulas me puse en marcha hacia Dos Arbolitos. |