Cuando la mano, ancha y de largos y amenazadores dedos, se precipitaba rauda para provocar esa colisión ya determinada, mucho antes que el instinto diera paso a la acción, en otro rincón del mundo, dos seres se estrechaban las suyas en un acuerdo tácito pero sincero. En sus labios asomaba una sonrisa, la concordia, acaso un simple rictus que significaba un orden, un franqueo o la sinceridad misma develada tras sus múltiples refajos de hipocresía.
Cuando la mano se desplomaba veloz para dar en el blanco, muchas lágrimas brotaban de ojos inocentes. Acaso nadie ya lo es en este escenario fangoso, pero el contraluz de la miseria deja esquirlas en todas las miradas y por el peso de la gravedad física, traslúcidas esferas se desplomaban sin culpa.
La mano aquella, tensa y desatada la furia en cada uno de sus dedos, se aprestaba a dar en el blanco porque hacerlo daría paso a un orgasmo sin sexo tan similar al estampido seco de una explosión que retumbará para siempre en el alma de los que cobran y de los que pagan.
Entretanto, una llama ilumina la estampa de dos seres calentando las suyas en esa alegoría de hogar. No hay palabras en dicho acto, solo un ensalmo en sus labios sellados, acaso los remiendos de una oración. La noche se desploma a pedazos y en esa paz mortecina, se contemplan cual si uno fuese el espejo del otro, reconocen los hondos surcos en la mirada del que tienen al frente a sabiendas que son los mismos que atraviesan su mirada y oscurecen el recuerdo. Ambos, uno frente al otro, sólo aguardan mientras la tímida llama disloca sus facciones.
Cuando la mano tensa, resuelta y plena de reivindicaciones se estrella en la pared, la mosca ya ha elevado su vuelo sin tener conciencia alguna de que no es ella culpable y tampoco pareciera serlo esa mano que se devuelve lentísima y torpe al resorte que la impulsó.
|