Es miércoles. A pocos días de haber cumplido 41 años Daniel Albértez despierta antes de lo habitual porque así lo ha planificado. Yace unos minutos inmóvil boca arriba con los ojos bien abiertos como pensando en lo que se dispone a hacer. No quiere despertar a su mujer. Es invierno. No amanece aún; la casa está bien calefaccionada. En piyama sobre sus pantuflas no enciende las luces del pasillo antes de bajar por las escaleras, pero echa al pasar un vistazo en la habitación de su hija de seis años.
Entra en el baño de la planta baja. Después de orinar se mira en el espejo con detención; su objetivo, la barba, su barba rojiza de tantos años, de siempre, el bigote de siempre, las patillas. Ayer compró en secreto unas tijeras, una afeitadora manual, otra eléctrica, espuma de afeitar, emulsión para después de afeitarse. Todo esto cuelga dentro de una bolsa del toallero en la ducha que no usan en invierno porque el baño de la planta alta es más cómodo para ducharse al abrigo de la calefacción central. Albértez vacila, se toma su tiempo mientras deja el lavatorio llenarse de agua caliente.
Empieza con las tijeras una tarea que no está habituado a hacer. Corta la barba; los pelos caen en la mesada, en la ropa, en el lavatorio lleno de agua. Los junta como puede en una montaña sobre el granito pulido. Muchos pelos que de todos modos van a parar a cualquier parte. Comienza a ver la piel de las mejillas a modo de manchas en la cara del espejo mientras crece su montaña. Se detiene con especial cuidado en el bigote. La cosa va tomando forma. Cuando acaba con las tijeras se embadurna de espuma. Abre caminos con la afeitadora manual, que enseguida se empasta, conque debe enjuagarla para continuar. Hay algo de lejanía en lo que ahora ve de sí reflejado, como retroceder años en las páginas de un álbum de fotos. Repite la operación de enjuagar el instrumento unas cuantas veces durante la faena. Deja drenar el agua del lavatorio mientras con los dedos junta los pelos acumulados en el desagüe. Se enjuaga la cara. Utiliza la afeitadora eléctrica para los últimos vestigios de barba, unas pequeñas hebras oscuras en la piel irritada. Antes de retirarse se unta con la emulsión.
Al sonar la alarma del reloj besa en la mejilla a su mujer; ella se estira bajo la sábana, le sonríe en la inercia del sueño sin abrir los ojos. Cuando él enciende el velador se oye una especie de grito ahogado: ella no ha reconocido la cara descubierta, la tez desnuda de su marido, quien la tranquiliza con los ojos de siempre, con la voz de siempre, aunque en el aire entre ambos, en el aliento común entre ambos, flota la extrañeza de la loción para después de afeitarse.
Albértez está ahora sentado al borde de la cama inclinado sobre su esposa. Ella tardó en reaccionar, pero ríe mientras le acaricia ambas mejillas. Qué sorpresa, ¿no?, dice él. ¿Qué te parece? Que estás muy raro, Dani; no te reconocí. Quise probar algo nuevo, algún cambio, insiste él. Se inicia entre la pareja una conversación; la mujer no puede dejar de mirar a su nuevo compañero. Albértez enciende las luces del techo para contemplar su cara a estrenar en el espejo del vestidor. Me vendría bien un poco de sol, dice al pasarse los dedos por el mentón. Ella sale de la cama, tiene por única prenda un camisolín blanco de raso; sus pasos descalzos apenas laten hasta él en el silencio de la habitación. Lo rodea con los brazos, se reclina en la espalda ancha, en puntas de pie lo besa en el cuello bajo la oreja, tenés pielcita de pollo, le dice, eso debe picar. Vuelve a besarlo unos centímetros arriba mientras exhala por la nariz todo el aliento en el pelo. Qué malo que sos, insiste, no dijiste nada, tenés la piel rara. Me molesta un poco en el cuello, dice él. Ella lo toma del brazo, cuando él gira lo besa en los labios, tenemos tiempo para algo rápido, le dice, quiero uno rapidito con mi nuevo marido.
Después de compartir la ducha, desnudo frente al espejo empañado, mientras su mujer se envuelve el cabello mojado en una toalla Albértez insiste en verse la cara. Dice que ya que está podría cortarse el pelo. Ella desde atrás le apoya el mentón en el hombro otra vez en puntas de pie. Te falta color, podrías usar un labial rojo, algo de maquillaje para esa palidez, le dice besándole la nuca; él pregunta si se quedó con ganas. Me guardo un poquito para la noche, contesta ella, pintate los labios para mí, ahora, quiero verte. Ríe. Albértez dice que necesita algo, alguna crema para la quemazón que siente, se toca el cuello bajo las mejillas. Se mueve, asoma la cabeza por la puerta para observar el pasillo vacío aún en la semipenumbra; vuelven al dormitorio.
Como en un juego ella lo lleva a la cama. Sentada con las piernas cruzadas utiliza un rojo carmín para los gruesos labios del marido. Del neceser de los cosméticos saca una sombra, algo de rubor, esto te va a sacar lo pálido, dice, aplica el polvo en los pómulos con la brocha mientras sonríe en silencio. Él se deja hacer aunque no puede ver lo que sucede. Es un hombre corpulento, más bien alto, cuya musculatura denota ejercicio. Ella le hace cerrar los ojos para dedicarse al pincel con la sombra sobre los párpados. Así estás mucho mejor, le dice cuando cree que ha terminado. Apretá un poco los labios, no te pases la lengua, le explica, le muestra con los propios cómo se hace. Albértez obedece con sumisión. Ella saca un espejo del neceser para que él se aprecie. Ambos se ríen. Me faltaría una pollera, dice él casi como una broma o con cierta ironía; pero ella salta de la cama como si hubiera recibido una orden que debe cumplir.
El hombre se para frente al espejo otra vez, ahora además del maquillaje luce una pollera de su mujer, una pollera en desuso, una pollera beige que apenas le llega a las rodillas. Dice que no sabía que las polleras pudieran ser así de cómodas, que siente placentero estar vestido sin pantalones, que los escoceses saben lo que hacen; ella le aclara que la falda escocesa que usan los hombres se llama kilt, que lo que él lleva puesto es una pollera que a ella le quedaba más larga. Me la quedo, dice él. Entonces caen en la cuenta de que la nena está de pie en la puerta de la habitación con un muñeco en la mano. Él se agacha para que su hija se acerque, enseguida la alza, vuelve a la posición frente al espejo; a la nena parece gustarle papá sin barba. Mejor me voy a trabajar, dice él mientras su hija en brazos le pasa las manos por las mejillas. Su mujer se apura en ofrecerle unas toallitas húmedas para que se quite el maquillaje porque, dice, no podés ir así al trabajo; pero Albértez niega, contesta que saldrá con la kilt así como está, que necesita algo de ropa que combine.
Surge en la familia cierta exaltación de alegría como si los tres se prepararan para una fiesta en lo que resulta ser un acontecimiento único: el hombre vestido con una pollera beige, remera de mangas largas roja púrpura, zoquetes grises que apenas sobresalen de las zapatillas blancas, el padre de familia con el rostro maquillado que se dispone a salir hacia la jornada laboral como si lo hiciera por primera vez. La niña le trae un collar de cuentas de plástico que ella misma confeccionó: piezas de diversos colores unidas por un largo hilo invisible que él se coloca en el cuello. Antes de salir se pone un saco sport de lino beige claro.
Albértez aparca en la playa de estacionamiento de la empresa como siempre aunque se trata de un día especial, el día en que el software que con su equipo de trabajo estuvieron desarrollando los últimos meses será sometido a las últimas pruebas de calidad antes de ser lanzado al mercado. Todos dan por seguro el éxito. Al ingresar al edificio saluda el empleado de seguridad, Ramiro Diéguez, que lo recibe con expresión de sorpresa. ¡Te afeitaste, Daniel!, le dice. Él acciona el mecanismo del molinete con la huella del pulgar derecho en el lector. Menos mal que eso no funciona con la cara, que si no te quedás afuera. Ríe Diéguez, ¡te hace más joven! Albértez dice que necesitaba un cambio. Se entabla entre ambos un diálogo trivial acerca de las actividades del día.
Cuando sale del ascensor en las oficinas del segundo piso lo recibe Analía Páblez, la líder de su equipo de trabajo, que espera de pie junto a la máquina de café evidentemente ansiosa. Después del beso en la mejilla en el saludo de rigor con las palabras de rigor ella se pone a hablar del nuevo software, de la inminente prueba final, gesticula con las manos de largos dedos huesudos con uñas rojas brillantes; sus ojos se mueven en cualquier dirección hasta que al fin se detienen en la cara del interlocutor. Albértez vuelve a oír un efusivo «te afeitaste, Daniel», aunque esta vez la mujer se disculpa con cierto pudor por no haber reparado antes en el detalle. Le explica que no durmió bien, enseguida le ofrece el café recién hecho. Él acepta con una sonrisa. Páblez pone a funcionar nuevamente la máquina; él continúa la charla, intenta desviarla del asunto laboral acaso para que ella se relaje, espera además que el nuevo café esté listo para tomarse el suyo. Brindan con sus vasos plásticos humeantes. Se dicen salud.
En la oficina está reunido el grupo de trabajo, ocho personas sentadas en dos largas mesas con sus laptops. Albértez hace un breve saludo general para no interrumpir las labores de cada quien, pero todos se toman un tiempo para comentar la cara afeitada. Dicen ¡te afeitaste, Daniel! ¡Te queda bien! ¡Casi no te conozco, Daniel! ¡Parecés un pibe! ¿Quién es el nuevo empleado? Risas. Francisco Juánez dice que aumentó el número de peticiones simultáneas al servidor; Ángel Rubénez que la base de datos va como un violín con la estabilidad de una Ferrari. Todos ingresan desde sus equipos al sistema; Albértez usa para ello su teléfono celular. Horas después todo parece indicar que la aplicación no tiene fallas.
Emiliano Pédrez, de entrados 50 años, dueño de la empresa, se reúne con el equipo cerca de la una de la tarde. Enterado de las novedades felicita al grupo. Albértez vuelve a oír «te afeitaste, Daniel». A Pédrez le gusta celebrar los logros de sus empleados con ellos; suele ser elocuente en el reconocimiento al trabajo. Muestra interés en lo que cada uno tiene para decir, en cada detalle, en los gestos, en lo que alcanza a percibir de los estados de ánimo como si en todo ello junto se basara el éxito de su empresa que es el propio. No le es extraño que ahora sus empleados lo inviten a almorzar. Qué me van a pedir, dice. Miren que los conozco. Ríe.
Pasadas las dos de la tarde almuerzan en un restorán cercano. Evitan en lo posible hablar de trabajo, lo que es costumbre en estas reuniones especiales. La secretaria de Pédrez es Nora Láurez, una mujer elegante de unos 40 que llega a la mesa después de los demás. Se sienta junto a Albértez enfrente del jefe. Explica que la demoró un llamado de su hijo mayor porque tuvo un problema en el colegio. La charla general se ubica en cuestiones de hijos en edad escolar. Analía Páblez pregunta a Albértez por la marca del labial que usa. Él dice que ni idea, pero que si quiere le averigua; ella insiste en que debe ser bueno porque no se le ha corrido. Láurez dice que usa uno similar que también dura bastante. Ambas elogian el maquillaje. Pédrez pregunta por la piel que no se ve irritada después de semejante afeitada; Albértez dice que debe ser por el maquillaje, aclara que aún siente picazón en el cuello, que tuvo que usar una crema hidratante o, insiste, algo así. Cuando alguien repara en el collar de plástico él habla de la asesoría de su pequeña hija, del entusiasmo que puso en el look de su padre. Felipe Máriez aclara que «look» es vieja, que ahora se dice «outfit». Pédrez pregunta entre risas de dónde sacan esas palabrotas. La conversación general se vuelca entonces hacia las palabras en inglés que de a poco se van haciendo imprescindibles en el decir cotidiano, luego se disuelve entre las voces, se separa en pequeños diálogos entre el murmullo general. La sobremesa se estira. Llegado el momento de pagar la cuenta Pédrez se despide. Casi son las cuatro. Minutos después, con Pédrez ya ausente, se enteran de que la cuenta fue pagada. Dejan una buena propina antes de volver a la oficina.
Cuando se dispone a subir a su auto Albértez repara en el parabrisas: un manchón oscuro, una salpicadura gruesa como algo chirle que ha estallado sobre el vidrio impoluto. Una cagada de pájaro considerable. De la guantera saca una franela, se sienta en su lugar con la puerta abierta, duda con el trapo en la mano unos segundos. Es temprano porque la jornada terminó antes del horario habitual de salida. Fuera del auto roza apenas con un dedo envuelto en la franela el bulto de mugre que ya es una especie de pasta. Busca a su alrededor algo que no encuentra, anda unos pasos sin rumbo hasta que parece resignarse al simple hecho de que un pájaro le cagó el parabrisas de su coche, así que se sienta al volante. La cagada de pájaro está unos centímetros a la izquierda del espejo retrovisor, un poco más abajo, casi a la mitad del parabrisas. Antes de salir telefonea a su mujer para avisarle que va de camino a casa.
A unos 50 metros del cruce de avenidas, por el camino de todos los días, Daniel Albértez observa el cronómetro del semáforo. En esas esquinas está su oportunidad de deshacerse de la desgracia de su parabrisas. Aminora la velocidad para llegar con la luz roja. Un par de muchachos se acercan al tráfico detenido, llevan secadores, trapos, botellas con algún líquido espumoso. Son los chicos de los parabrisas, los limpiavidrios que se procuran unos pesos de los conductores. Cuando Albértez ve que uno de ellos está cerca baja la ventanilla tonalizada a la vez que saca la billetera del bolsillo. El muchacho percibe algo al acercarse: un hombre con un billete en la mano le sonríe amable, acaso inocentemente, pero más cerca Albértez también percibe que algo sucede: la hostilidad repentina en la mirada del desconocido bajo la visera de una gorra blanca. El joven le dice puto de mierda, claramente puto de mierda, golpea el espejo retrovisor con su botella plástica, junta saliva, escupe el parabrisas. Puto de mierda, repite a medida que se aleja en dirección al vehículo de atrás con sus cosas en las manos.
Dentro del auto el hombre queda estático largos segundos hasta que por fin se libera del cinturón. Entonces mira hacia atrás antes de abrir la puerta, la abre, pero cuando se dispone a levantarse, a salir de su lugar, de alguna manera hay algo que se lo impide.
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