Un hombre y su nieto juegan en el patio de casa con un globo amarillo brillante en forma de estrella, es de ésos que vienen cargados con gas helio. El niño, divertido, suelta el globo y es el abuelo el encargado de atraparlo antes de que se vaya. La risa del nieto llena el aire, entibiando el corazón del hombre al verlo tan feliz. A sus cuatro años, el chiquillo es vivaz, inquieto, impulsivo; suelta una y otra vez el hilo del globo, mientras el abuelo, atento, una y otra vez lo sujeta para que no se vaya definitivamente.
Pero los años no perdonan, aunque decirlo suene a frase común, el viejo no es tan rápido ni ágil como tiempo atrás, así que el niño suelta el globo de nuevo, pero esta vez el abuelo no alcanza a sujetar el cordón del mismo. La estrella amarilla se eleva, se eleva, se va, subiendo cada vez más alto. El niño llora desesperado porque el globo se ha ido. El viejo no sabe qué hacer ni cómo consolar a su nieto.
Mientras el globo de estrella asciende y está por desaparecer, el chico llora a grito pelado por el juguete perdido; el abuelo se acerca a él, lo abraza con fuerza, con amor, con dolor compartido. Ambos se quedan mirando aquel puntito amarillo que casi ya no se ve y que irá a engrosar la cantidad de estrellas que pueblan el firmamento. Con su mano de dedos toscos, el viejo enjuga con torpeza los lagrimones que escurren por las mejillas tersas del niño; pero de sus ojos también gruesas lágrimas nostálgicas escurren, porque sabe que así, de repente, como se escapó y se ha ido el globo, se van las ilusiones, los sueños, los años, la vida…
|