De pronto, tu cuerpo ya no te pertenece y ahora es un adminículo sujeto a una mente que continúa formulando erráticas preguntas. Surgen imágenes aciagas y tu preocupación adquiere tentáculos que se vuelven amenazantes. Tú, que tanteas la dureza del suelo con el tacto firme de tus pies, ahora eres un muñeco gelatinoso que no recobra el punto exacto en que te sabes resuelto, ligero, capaz. Vomitas y a cada espasmo te presientes embarcándote en un viaje desconocido porque te contemplas disoluto en la miasma ocre y el escenario familiar de tu existencia se cubre de telones oscuros, sonidos vagos, miradas entenebrecidas de preocupación. Son los tuyos temiendo un agravamiento, el penúltimo peldaño, la circunstancia en que sales vivo o es tu hora fatal. Es ese trance en que lo apacible se retrotrae para dar paso a un pasaje distópico y combatiendo los hornos disolutos de la fiebre ves como tus proyectos no son más que castillos de arena.
“¿Le duele acá?”
Niegas sin certezas, porque has descubierto que tu cuerpo se ha plagado de interrogantes, rumores internos que se diseminan alocados por tus venas, por tus vísceras, por cada tramo de tu cuerpo abatido y el cuestionamiento que se repite a cada toque de tu abdomen por esas manos doctas.
Ahora estás conectado a unos tubos que esquematizan la esperanza para tu organismo y los contemplas con la mirada incierta. Es un remedo de fe proveniente desde la altura por los canales traslúcidos de esas prolongaciones. Una espera que rinde frutos porque el medicamento y el suero, que emula ser blanca sangre, ambos trasvasijándose y reanimándote en ese estilo pausado pero preciso de los artificios mecánicos.
Te duermes y te cobijas en un sueño manso, un lapso en que la incertidumbre no tiene cabida. Te remecen para que ese oasis le franquee el paso a la acción: te conducen por unos pasillos que sólo imaginas, pues de espaldas en la cama rodante vislumbras voces y sonidos extraños adheridos al telón de fondo de ese cielo largo e iluminado que atisbas con tus ojos adormilados.
Te colocan frente a una maquinaria enorme cuya boca amenazante pareciera contemplarte y guiñarte destellos rojos. Ya en plena garganta, te entregas a los mandatos de esa voz impersonal que te ordena que respires, que retengas, que respires y en tu cabeza se inmiscuye irónica la idea que eso, precisamente eso, es lo que has hecho toda tu vida.
Te regresan a la salita y reconectan tu cuerpo a los líquidos que gota a gota te van redondeando la idea que algún atisbo de claridad iluminará las horas venideras.
Tus cabellos disparados, macilento y derrumbado en una inimaginable silla de ruedas, ahora te transportan por largos pasillos en donde presientes las miradas bovinas de otros pacientes sobre este cuerpo rescatado de oscuras mazmorras. Son vistazos soslayados en donde se balancean indudables el temor y la duda, el respeto y la conmiseración por este guiñapo que se dirige a sus rutinas o a tu deceso. Tampoco lo aventuras y sólo ruegas que te conduzcan hacia la puerta que te regrese latiente, pleno, con todas las fuerzas tensando tus músculos para dotarte de ese verbo vibrante que significa vivir. Existir encarando los vaivenes, los galimatías, la incertidumbre que impone la existencia diaria. Y te dejas llevar en la comodidad de un coche y no sabes ya si sueñas o todo es una generosa ilusión que te han brindado las drogas inoculadas.
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