Conversabas animadamente con tu compadre Miguel, hacía varios años que no lo veías y se estaban poniendo al día de anécdotas, de aventuras. En algún momento se pusieron a hablar de los hijos, de cómo eran, la edad que tenían, qué estaban estudiando, cuáles eran sus aspiraciones para el futuro. Tu compadre habló largo y tendido sobre las peripecias y andanzas de sus críos, cuando te tocó el turno a ti, hablaste de mi hermana y de mí. No sé por qué salieron a colación las peleas escolares, cuando los muchachos nos agarrábamos a golpes con alguno que nos caía mal, a la salida de la escuela. Cierta vez, contaste, que habías ido por mí a la escuela secundaria, que me esperaste por la puerta donde todos salíamos y que te extrañó ver que saliera yo en bola con otros varios chamacos haciendo bulla. Si hablaste de la secundaria, quiere decir que entonces tendría yo unos trece o catorce años. No te vi, le dices a tu compadre, pero tú a mí sí, guardando la distancia para saber qué sucedía. Según tu relato, me iba a pelear por alguna mala razón, con otro escuincle de mi edad, mientras todos hacían un círculo y el otro y yo nos partíamos la cara a golpes. Le gané al otro, dijiste, quien quedó sangrando de la nariz todo maltrecho.
En ese momento me gustó y dolió a un mismo tiempo tu relato de aquellos hechos, papá. Como padre, supongo que necesitabas sentirte orgulloso de tu hijo, de su virilidad y valentía. Pero los hechos nunca ocurrieron así, es más, ni siquiera ocurrieron. Sé bien que tú, muy joven, eras un peleonero de primera, que defendía su orgullo y dignidad de niño pobre, liándote a golpes con quienes te humillaban por no calzar zapatos o vestir humildemente; pero yo, nunca fui así. Es cierto que me peleé algunas veces, pero nunca afuera de la escuela. Le saqué mole de la nariz o la boca a algunos, pero también en varias ocasiones me lo sacaron a mí. Entiendo bien tu afán de ensalzarme con tu compadre Miguel, pero no es cierto que alguna vez fuiste por mí a la secundaria. Tú trabajabas todo el día, todos los días de la semana, también horas extras. Regresabas muy noche a casa; así, mi madre, mi hermana y yo, teníamos para comer a diario, sin faltar nada en casa.
Mentirle a tu compadre Miguel no fue importante para mí, pero sí lo fue comprender que con mi forma de ser, algo me faltaba para que tú de veras te sintieras orgulloso de tu hijo, de mí. Ahora, después de tantos años y que ya no estás, me hago la misma pregunta de entonces: ¿De verdad te sentías orgulloso de mí, de lo que era en ese momento, de lo que fui años más tarde? Ya no pregunto de lo que soy ahora, porque ya no estás aquí; pero sabes, entonces y ahora, puedo afirmar con sinceridad, de corazón, que estaba y sigo estando orgulloso de ser tu hijo. Gracias por haber sido mi papá. |