Recuerdo aquel miércoles 23 de agosto, era un día despejado en San Carlos Ñuble, pero la temperatura aún estaba baja, Huguito se levantó temprano para ir a una asamblea de trabajadores del ferrocarril en el vecino pueblo de Bule.
Siempre cariñoso y preocupado se encargó de preparar el desayuno atendiendo a mi avanzado embarazo de ocho meses y luego salió en su eterna bicicleta.
Yo durante el día ordenando la casa y preocupándome de las niñas, cuatro en total y organizando una pequeña once de celebración para el cumpleaños de la más pequeña, Aida que cumplía un año ese día.
Junto a los vecinos, un matrimonio que no tenía hijos celebramos una humilde once y le cantamos el cumpleaños feliz a la pequeña.
Hacia las seis de la tarde el pequeño bebé que llevaba en mi vientre comenzó a moverse de manera extraña por lo cual me fui a acostar para descansar mientras la mayor de mis hijas con seis años cuidaba de sus hermanas menores. Después de unos movimientos bruscos el bebé se quedó tranquilo y la tarde noche cayó fría.
Ya estaba oscuro cuando llegaron algunos compañeros de trabajo de Huguito mi marido para informarme que había sufrido un accidente y que estaba en el hospital con una pierna fracturada, pero que no me preocupara que “el compañero estará bien”.
El veinticuatro temprano fui al hospital para saber del estado de mi marido y no me dejaron verlo, que estaba estable dentro de su gravedad, dijeron.
Algo no cuadraba, pero no me preocupé demasiado, ya saldría del hospital y todo volvería a la normalidad, pero nada volvió a ser normal Pasado el mediodía de ese jueves vinieron a avisarme que mi Huguito había fallecido, no recuerdo nada más de ese día todo fue raro, extraño.
Los días siguieron calmos, yo aún sin darme cuenta de lo que había ocurrido sin saber qué hacer con veinte y cinco años, viuda cuatro hijas pequeñas y un bebé en el vientre, sin trabajo y sin dinero.
Las tragedias nunca vienen solas y un mes después de la muerte de mi marido, la empresa de ferrocarriles del estado me pidió la vivienda ya que no era parte de los trabajadores por lo tanto no tenía derecho a seguir viviendo ahí.
La vida ofrece caminos insondables y cada suceso nos lleva en direcciones no presupuestadas y así fue como comencé un deambular con mis hermanos por las ciudades donde ellos trabajaban, ellos se encargaban de la alimentación de las niñas y yo de los quehaceres de la casa arrendada mientras duraban los trabajos que ellos realizaban, la vida era dura pero acompañada de la familia se hacía menos triste.
El pequeño nacido un mes después de morir su padre era fuerte y saludable, la vida es cabrona, Huguito tenía tantos deseos de tener un hijo varón y resultó que no alcanzó a conocerlo, dios no quiso darle esa dicha y se lo llevó antes.
Mi inocencia frente a la vida me hacía pensar que las obligaciones de mi marido ahora recaían sobre mis hermanos y ellos dejaban que las cosas fueran así a pesar de su corta edad, ellos eran menores que yo y, aun así, asumían una responsabilidad que no les competía, pero su cariño de hermanos los llevaba a cumplirlas como algo propio.
Los trabajos terminaron y no quedaba otra cosa que hacer sino viajar a Santiago donde vivía el resto de la familia, sin casa no había otro destino que Melipilla a la casa de mis padres.
Todo era nuevo, miedo, dolor, angustia, soledad, incertidumbre, interrogantes.
Qué hacer. ¿Cómo salir adelante?
Cinco hijos es una mochila bastante grande, sin casa y sin trabajo y una nueva dificultad, mi madre dice. “Yo no puedo hacerme cargo de tus hijos”.
Hora de tomar decisiones duras, una de mis hijas se va con mi hermana y yo vuelvo a San Carlos y debo hacer lo que tal vez fue el mayor costo de toda mi vida, dejar al cuidado de mis vecinos a los tres menores, Berta e Ismael que no tenían hijos me habían hecho la proposición de cuidar a mis hijos hasta que yo me estableciera.
Fue duro y muy triste, me sentí abandonándolos y con una angustia tremenda en el pecho regresé a Santiago para vivir de allegada primero con familiares y luego de encontrar un trabajo arrendar una pieza donde tener donde dormir con mi hija mayor, la única que dejé conmigo en la esperanza de que con sus precarios siete u ocho años me ayudara con los quehaceres de la casa.
Una nueva vida, diferente, intimidadora en una ciudad enorme y desconocida trabajando largas horas, escribiendo cartas para mantener la débil comunicación con mis hijos en el sur.
Así fue como debí sacrificar parte de mi vida, la naturaleza no conoce el vacío y mis hijos terminaron llenando un vació en un matrimonio imposibilitado de procrear y abriendo un abismo en la mía.
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