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No puedo entender qué relación existe entre un microbús de los años cincuenta, armada a matacaballos su carrocería sobre un chasis de camión y yo relacionado con este cacharro crujiente, conformado de latas, vidrios y madera terciada. El cielo extiende un sólido manto encapotado sobre las calles vacías y yo sólo estoy encomendado para desconectar la corriente. Es una orden que surge misteriosa y que acato sin rezongos. Huelo este pasado sorprendente y esta humedad que se filtra pecaminosa en la piel. Puede ser madrugada, de aquellas con aroma a café con leche y tostadas con mantequilla, una seca resolución en la mirada de los que trepan al vehículo mientras la angustia me empapa la frente y desde el cuello se bifurca en infinitos ríos que cruzan el desierto pálido que es mi espalda y sus cimas de omóplatos y altibajos de costillas. No cumplo con mi cometido y además voceo para que desciendan esos que ya están tiesos y sordos en sus asientos. Mirada resuelta, vestimentas oscuras, cada cual a su destino de jornadas larguísimas en establecimientos difusos, no ofrecen señal alguna que me indique que me han escuchado. ¿Será que el pasado, siendo asunto ya zanjado, sólo me permite pasearme por esos espacios disolutos atisbando las sombras de las sombras de un reflejo? Sea del modo que sea y conminado a cumplir con lo mío, palpo el tablero rústico del vehículo y ese vínculo alígero me retrotrae a tiempos pretéritos, viajes a rumbos y propósitos hoy inexistentes. Prosigo con mi labor mirando de soslayo a esos pasajeros implacables que sólo aguardan que la micro comience a rodar entre la sonajera de vidrios y rechinos que simulan quejidos. Intuyo que hasta los espectros tienen obligaciones y convengo que debo respetar sus desvaríos. Desde otro punto de vista, debe resultarles extraño para sus ojos de sombra este ser ridículo que debo ser y del que no se entiende el porqué de su actitud neurótica.
Al final y después de pulsar todo lo pulsable, encuentro el famoso botón de apagado y recién y sólo recién allí recuerdo que fue don Tomás, el antiguo chofer de microbuses quién me encomendó esa extraña labor. Hoy, en un tiempo presente que se me diluye bajo la atmósfera de estos años vidriosos, se me retrata tan nítido en su decrepitud, tendido en su lecho con el peso crudo de sus noventa y nueve años, rodeado de prolongaciones mecánicas que lo auxilian y lo conectan con cínica precariedad a este mundo material. Su rostro emerge desde la almohada con la mortificación esculpiéndole profundos surcos en la frente y en las mejillas. Habla quedo y la voz se le aguza y se le quiebra en lo que podría ser un sollozo y que al final descansa en un suspiro. El día a día sólo es una excusa para ampararse en sus nutridos recuerdos. Allí establece sus bases y su memoria, acaso compadecida, se los brinda en todo su fulgor en miles de detalles troquelados con exactitud.
Aquí y ahora, en este pasado de fulguraciones asepiadas y también acá, sustentado en esta vereda que me forjé a punta de latidos, una extraña sensación de saciedad comienza a embargarme. He cumplido con el mandato, pese a esas siluetas que aguardan silentes en sus respectivos asientos y algunos que se han sumado y apegan sus manos a los respaldos y a los fierros que crecen desde el piso como ramas oxidadas.
En algún lugar insondable que ni siquiera me atrevo a intuir, en algún pasaje o en cierto recodo creado por cierta entidad misericordiosa, debe existir un algo creado para las almas melancólicas. Un espacio para recobrar esos sueños y esos detalles que sólo provoquen regocijo, suspiros placenteros, acciones rescatadas y enhebradas para subsistir con algo más pleno y sustancioso que un simple recuerdo para la bitácora. Porque, contraviniendo toda lógica, si algo de lógica puede siquiera matizar este relato y yo inmerso en este escenario al que fui invitado por algo inexplicable, entre los pasajeros que ya copan el microbús y abriéndose paso con resolución, un rejuvenecido don Tomás, desde la puerta trasera camina hacia el volante que lo aguarda, recibiendo la sinceridad hecha abrazos y la multitud que aborda el bus entendiendo que ya son parte de la plenitud en esto que no es una ensoñación sino un trazo de tiempo desflecado que ahora comienza a estremecerse con los pronunciados altibajos que las ruedas soportan mientras don Tomás, sonriente y empoderado, pisa el acelerador hasta el mismísimo infinito.













Texto agregado el 23-03-2022, y leído por 124 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
24-03-2022 Tu relato me ha resultado exquisito, destaco el último párrafo porque me resulta de una sabiduría memorable: "en algún pasaje o en cierto recodo creado por cierta entidad misericordiosa, debe existir un algo creado para las almas melancólicas" y de ahí hasta el final. Gracias, mis aplausos son para ti. gsap
23-03-2022 Nostalgia de tiempos idos. Jaeltete
23-03-2022 Qué tiempos aquellos!! algunos pocos de aquellos microbus (algo más modernizados) han quedado para turismo en pequeños sitios. Qué linda historia, contada a tu estilo, donde realidad y cierta fantasía se entrelazan y se disfrutan. Imagino la felicidad de Tomás, aunque no tenga muy claro hacia donde irá. Un abrazo. Shou
23-03-2022 —Yo subía en Vivaceta con Domingo Santa María... vicenterreramarquez
23-03-2022 —¿Vivaceta - Matadero? ¿Pila - Cementerio? o ¿Ñuñoa - Vivaceta? Van repletas, subo por la puerta trasera y a través de manos amigas envío un billete al conductor y del mismo modo recivo el boleto y el... vuelto en monedas? ¡Qué tiempos aquellos amigo mío! —Un gran abrazo. vicenterreramarquez
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