I
Juro que no he bebido una gota de alcohol ni me he metido alguna maldita droga, mis sentidos y razonamiento son claros, por eso me extraña más la situación que desde hoy por la mañana estamos viviendo. Desperté de buen humor, me bañé con alegría canturreando “De música ligera” de Soda Estéreo, desayuné café negro con un par de huevos duros; luego, me vestí y salí de mi departamento. Bajé tres pisos con sus buenas escaleras para llegar a la calle; entonces me ve el portero del edificio y su rostro se descompone al hacerlo.
- ¿A dónde va con esas fachas, joven?
- A trabajar, por supuesto.
- Usted no puede salir a la calle vestido así.
- ¿Por qué no?
- Por la prohibición.
- ¿Cuál prohibición?
- Anoche, el gobierno emitió un decreto: que cualquier persona que transite por la calle, hombre, mujer o niño, con alguna prenda de ropa de la cintura para arriba, será arrestada y llevada a la delegación de policía más cercana, hasta que pague la multa que le será impuesta por desacato.
-No estás hablando en serio, ¿verdad?... Eso es una locura, quien la haya aprobado no anda bien de la cabeza. ¿Las mujeres también tendrán que hacerlo?
-Todos.
-Ni modo, me voy a arriesgar. Tengo que trabajar.
Salí a la calle. Me sorprendió lo que vi: mucha gente transitando desnuda de la cintura para arriba; algunos despistados como yo, vistiendo normalmente. Una mujer joven y guapa pasó muy cerca de mí, luciendo sus pechos lozanos, hermosos. Me quedé sorprendido, sin saber cómo reaccionar; muchos hombres y mujeres de todas las edades, caminaban con el torso al descubierto, algunos niños también. Es cierto que el sol estaba fuerte, pero aún así, debían sentir frío.
Mientras terminaba yo de asimilar la presente situación, ahí mismo me despojé del suéter y la camisa, no deseaba de ninguna manera que algún energúmeno policía, me llevara preso. Maldije de nuevo al loco o al idiota que había decretado aquello. Repito, no estaba ebrio ni drogado, ¿o de alguna forma estaría yo dormido, soñando? ¿Quizás en alguna realidad alterna?...
Cerré los ojos apretándolos con fuerza, por si todo aquello era una pesadilla, una ilusión, no podía estar pasando, no era verdad. ¿O sí?...
Caminé algunos pasos con el torso desnudo y mi ropa colgada del brazo. Desorientado, comprendí que de momento, solo me quedaba aceptar que esta vez, la realidad superaba cualquier sueño.
II
Le dije a mi mujer (¿mi mujer?... nadie es propiedad de nadie, es una forma de decir porque ella está conmigo):
- Por favor, Andrea, no salgas con ese tipo, no me da ninguna confianza, lo único que quiere es acostarse contigo.
- No digas tonterías, Saúl solo es mi amigo y me invitó a comer. Esta vez no podía rechazar su invitación.
- Yo sé que le gustas y a lo mejor hasta está enamorado de ti.
-Y si así fuera, ¿crees que sería capaz de engañarte?
-No lo sé, eso dímelo tú.
-Si quisiera engañarte ya lo hubiera hecho y ni cuenta te habrías dado, pero no, no soy capaz.
Los celos me carcomían en la boca del estómago, en el pecho, en la cabeza.
Ella es una mujer de ojos grandes, como las mujeres de Ángeles Mastretta, y cuando decide algo, no hay quien la haga cambiar de idea u opinión.
Iba muy bien arreglada, se veía preciosa con su blusa blanca a rayas verticales rojas, que le quedaba perfectamente ceñida al cuerpo; el ligero escote de la misma blusa, dejaba entrever el nacimiento de sus senos turgentes y deseables; la falda igualmente roja, que le llegaba ligeramente arriba de las rodillas, hacía un complemento perfecto con las botas altas, negras, las cuales le daban un toque de elegancia, de distinción. Andrea era realmente bonita.
Se acercó a mí (el suave aroma de su perfume me envolvió), y me dio un beso breve en los labios.
-Me voy – dijo.
Me quedé dolido, angustiado, con la rabia de los celos entripada.
Por fortuna, la loca realidad vino en mi ayuda. Desperté. Y ella, dormía tranquilamente a mi lado.
III
Regresaba a casa del trabajo, serían alrededor de las tres de la tarde y hacía un calor insoportable. Allá arriba, el sol se solazaba calentando todo: edificios, autos, personas; las calles atestadas de gente parecían las salas del Infierno. Estaba llegando a la pequeña explanada que se halla a la entrada del metro San Joaquín, cuando me percaté del tráiler estacionado a la orilla de la banqueta y de la muchacha delgada y guapa que anunciaba como si fuera merolico:
- Pásele, pásele, vea un espectáculo que no lo defraudará; le ayudará a reducir la ansiedad, el estrés, lo dejará relajado, tranquilo.
Daban ganas de acercarse para mirar con más detenimiento a la muchacha. Sobre el costado del tráiler se leía en grandes letras azules: “La increíble máquina de sonido”. Me acerqué con cautela.
- ¿Quiere entrar?, pase.
Jugando un poquito al cínico, me quedé mirándola a los ojos, luego a sus piernas, que una falda muy corta permitía admirar generosamente.
- ¿Qué es? ¿De qué se trata?
- Es un pequeño proyecto escolar que estamos desarrollando. La entrada tiene un costo de veinte pesos y el único requisito extra es que nos digas los tres géneros de música que más te gustan, tropical, ranchero, no sé…
La curiosidad me ganó, así que decidí arriesgar mis veinte pesos.
- Así que se trata de música, bien. Me gusta el rock, de preferencia de los setentas u ochentas; la nueva trova, la música clásica.
- Puedes pasar, solo sigue las órdenes que te indiquen.
Las puertas posteriores del tráiler estaban completamente abiertas, una escalerilla de aluminio permitía subir para acceder al interior. Me encontré parado frente a una cortina negra y pesada. Con ciertas dudas la traspuse. Me hallé en un espacio ligeramente iluminado por una luz tenue, amarillenta. Ahí se encontraba una mesilla cubierta con un lienzo rojo y sobre ella, unos audífonos de diadema. Una voz masculina fuerte, gruesa, me instó a usarlos.
- Tómalos, colócalos sobre tus oídos y avanza.
Así lo hice.
Otra cortina negra. Detrás de ella, todo estaba oscuro. Poco a poco, frente a mí, fue apareciendo e iluminándose una pantalla enorme de tv, la cual quedó encendida. En ella apareció una sala de conciertos donde los músicos aguardaban sentados a que apareciera, probablemente, el director de orquesta. Yo estaba expectante. Una ovación atronadora me indicó que el director llegaba. Herbert Von Karajan apareció en escena; entonces la orquesta, seguramente era la Sinfónica de Berlín. Unos segundos después, los acordes del primer movimiento de la Quinta sinfonía de Beethoven se dejaron oír. El sonido que despedían los audífonos era claro, preciso, envolvente, me dejé llevar por la música.
La experiencia duraría escasos cinco minutos, al cabo de los cuales la música se fue apagando poco a poco hasta extinguirse, al igual que la imagen de la tv; pero había sido tiempo suficiente para admirar la increíble belleza de la sinfonía de Beethoven.
Salí relajado, satisfecho de la experiencia; sin embargo, me sentía flotar un poco, una sensación de irrealidad me perseguía. Consideré que mis veinte pesos habían sido bien invertidos.
- ¿Te gustó? – preguntó la chica.
Quise responderle: “sí, me gustaste”, pero no dije nada, solo asentí con la cabeza.
Caminé hacia la entrada del metro y me sumergí en sus andenes; creo que “La increíble máquina de sonido”, hacía honor a su nombre. |