Hui sin decirle a nadie. Salí de la tierra agrietada, del aire con sed. No me importó. Llegué a la ciudad. Difícil fue ganar la confianza. Velador, barrendero, limpiador de oficinas y desde hace meses en el archivo. Tengo un departamentito y, aunque está en el último piso, es mi cueva que he amueblado con lo que otros desechan.
Desde hace meses, la inquietud me turba. Me he percatado que mi espacio se reduce. La televisión que me entretenía, ahora, es indiferente. Las canciones me aburren. Por accidente, escuché una estación de música clásica, me gustó, pero no soporté el violín.
Me veía en los espejos de la ciudad: flaco, de bigote parado y de orejas caídas. Hacía largas caminatas para cansarme, atravesaba el humo de fritangas, olor de fábricas, coladeras sin tapa. La brisa de la madrugada me devolvía el vigor. Ahora, ha cambiado, ya no sucede y tengo que respirar frecuente, porque el aire no me llena. Iba de una ventana a otra; y de la otra, hasta la puerta. El sueño se ausentó y para calmarme, necesité fumar, se me adosó tanto, que si no tenía visible una cajetilla de cigarros frente a mí, salía a buscarla, así fuese en la madrugada. Una noche, el portero del edificio tocó al departamento, pues escuchó un grito. Le dije que había sido yo, que tuve un mal sueño. Opté, entonces, por dejar la radio encendida. Para contrarrestar la somnolencia, abusé del café. Me sentía bien, pero después sobrevenía la fatiga. Un día, cuando compraba, la dependienta preguntó si estaba enfermo, le dije que no. Me siento bien y doblé el brazo para enseñarle mi conejo. La verdad, era que no rendía y hablaba lo indispensable, dejé de ir a fiestas. De vez en cuando, hacía ronda con Alberto, un amigo del trabajo, ambos tomábamos el mismo autobús.
—Andas enamorado. —me decía.
Yo movía la cabeza.
—Entonces, ya no te la jales mucho. —Se carcajeaba.
La sensación en mis sueños de caerme al vacío, el aleteo, y ese olor a incienso, se hicieron frecuentes e insostenibles, tenía pavor a cerrar los ojos. Fui con un médico y después de una entrevista breve, recetó vitaminas, pastillas para los nervios e inyecciones que odio desde pequeño. No surtí la receta y confesé lo que me pasaba a mi compañero.
—Se te metió la tristeza, dicen que es el alma de una mujer que anda en pena. Yo no sé si creas, pero sería bueno que consultaras. Por mi pueblo, hay una sanadora. Mira, mi tío Jacinto empezó a hablar en las noches y le dio por vagar por el pueblo a deshoras. Vio médicos, curanderos y seguía peor, hasta que alguien nos dijo de ella y no sé qué le haría, pero el tío se curó. El lugar está lejos, pero vale, que te des una vuelta.
Llevé lo indispensable. Casi un día de viaje para llegar al pueblo de Sábila, y de allí a pie, hasta divisar una loma y sobre ella, una choza de tarros.
«No puedes equivocarte, pues afuera está un nogal tan viejo que del tronco le han salido barbas y bajo el árbol habrá una pila de gente que espera. Llévate una manta por si tienes que pasar la noche a la intemperie».
Sábila es un pueblo viejo, con calles empedradas y una iglesia hecha de cantera y cal. Aún, se escucha el sonido de los cascos de los caballos y el rechinido de las carretas. Los vientos que llegan traen olor a piedra y a tierra cuando cosechan la papa. Del pueblo hasta la choza, hay media hora yéndose a pie. El camino es monótono, sólo crecen zacatillos. A mi lado, viaja gente de diferentes partes, hablan tan bien de la curandera, que me veo sorprendido y un olor a fe se tumbó en mi alma. En el cielo graznaban algunos patos y soplaba un vientecillo frío y molesto.
Desde mi inconsciencia la recuerdo con su mechón de pelos en la mejilla. Mientras trajinaba seleccionando sus hierbas, la luz de la luna caía sobre un árbol desramado. Me atendió cuando todos se habían ido. La vieja cubrió mi cuerpo con hojas y raíces. El humo de aromas adormeció mi vigilia. Cuando desperté, el sol era intenso, pero mi alma sentía el frescor de la menta. Me dio la botella.
—Sólo tomarás cinco cucharadas por la noche, y ni una gota más. —Vuelvo a verte en una semana.
Un viaje que había sido tan fatigante, me hizo decidir que era mejor quedarme en aquel pueblito. Renté un cuarto amplio y ventilado. Los tres primeros días seguí con fidelidad su prescripción.
Vivía en el sueño otra vida. Percibía la fragancia, el color aduraznado de la luna que me llenaba de vitalidad y me hacía cantar como si la melodía hubiese nacido en mi garganta. Tenía otros ojos, me divisaba en una procesión y llevaba en las manos una vela y una rosa. Aquella rosa me hacía recordar mis amores tristes. Los cantos daban paz y la noche parecía abrirse y llegar a una pequeña loma donde se fincaba el santuario. Uno a uno inclinaba la cabeza frente a ella. Por un instante levanté la mirada y miré a la sacerdotisa. Sus ojos oscuros y tibios de luz. El rostro se perfilaba a través de la gasa que la cubría hasta sus rodillas. Un rostro pequeño que invitaba al deseo de contemplarla. Oía su voz de rumor y estando frente a ella, yo despertaba. Despertaba en el sueño y volvía a otro acomodo para seguir ensoñando y continuar. Lento muy lento, avanzaba en mi deseo de contemplarla. Un sueño repetido no sé cuántas veces. El tiempo pasaba presuroso. Mi pelo se hacía largo y mi barba se poblaba.
Al despertar recorría los caminos o miraba los rebaños de cabras cuando trotaban y formaban nubes de polvo. Comía vorazmente. Para un estómago lleno, seguía el bostezo; luego, el sueño y me acurrucaba en la cama dispuesto a viajar. Esa vez, el sueño se quedó muy lejos de mi deseo. Me senté. Con las palmas de mis manos oculté mi cara, pidiendo que llegase el sueño. No deseaba mirar la claridad y entreabrí lento los dedos de las manos y empecé a contar lo que en ese momento se pudiera contar. Cada vez que iniciaba otra cuenta, me iba envolviendo un remolino que adelgazaba el aire y me producía hipos de asfixia. Sin pensarlo, tomé la botella y sorbí más de un trago generoso. Volví a verme en la profundidad del ensueño.
Ella me llevó a su choza, hizo que me acostará, llenó de suspiros y humedades cada milímetro de mi piel, su olor de vida, su voz de silencio me transformó. Mi alma fue una danza que remedó vientos, vaivenes de hojas y la noche viva y estrellada fue el escenario de mi gloria y felicidad.
Afuera de mí, escuché rezos, plegarías. No me importaba. Vivía un siglo con ella y zarandeamos a la montaña con nuestros juegos, el placer interminable de irla recorriendo con mis labios, con mi vida. Después, el alma desfallecía como el agua de un estanque que se evapora. Pasaron muchos años, recorrimos cientos de paisajes y a una sonrisa siempre seguía otra; forjamos un espejo de agua y flores.
Las buenas gentes del pueblo me encontraron dormido, tal vez moribundo o, quizá, en su apreciación sin vida. Mí inconsciencia recuerda los rezos, el vientecillo de cera y rosas. Escuchaba el aleteo de los patos; se sienten tan cerca que pareciera que vuelo con ellos. Por más que intento abrir los ojos, sólo llegan neblinas. ¡Me llevan! Camino con los cantos, palpo mi cara y el olor del cedro me apabulla, es como si estuviese dentro de un árbol. Golpeo con furia la tabla, pero no me hago atender y no me escuchan y es que los patos no dejan de pasar, es una bandada, un griterío gigante que anuncia a todos un invierno atroz.
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