El aguacero cayó de improviso cuando Jorge salía de una conferencia de mercadotecnia. En la alameda central encontró una saliente de un kiosco y también, a una mujer. La adolescente estaba inquieta, nerviosa, viendo para todos lados y apretando el collar que había comprado con una piedra ámbar en forma de corazón.
—¿Busca a sus familiares?
Ella no contestó.
—No desconfíe, —dice— sólo trato de ayudar.
Ella sonrió nerviosa.
—Gracias.
La lluvia no cede y la humedad redobla el frío. Ella tiembla. Él sacó el paraguas.
—¿Desea que vayamos al café que está enfrente?
Los dos caminaron bajo el paraguas. «sus ojos son del color del cielo». Ella se salió del paraguas y miró hacia arriba. Él, sorprendido. Luego irrumpe en una carcajada.
—Es usted muy irónica… sólo quise decir del cielo limpio, no éste…
Casi para llegar al restaurante.
—Lléveme, hay una fuente que no pude verla. —le dice.
— Nos vamos a mojar más.
— ¿Es de sal?
Se van perdiendo entre el agua y el correr de la gente. Sonríen. Al salir de la arboleda ella escucha que su nombre es pronunciado a coro.
—Allí están mis amigas, ¡es usted muy gentil!
Él se quedó atónito. Tocaba su boca sin creer aún que los labios de ella lo habían besado.
Ella lee un poema del monitor y escribe un comentario. Su esposo la espera... se ducha. «Mañana será un día de trabajo duro».
En un pueblo él da lectura a los comentarios que su poema ha motivado: «La forma en que ofrece sus versos se aparta de lo clásico. Pero es más audaz. El contenido es de un erotismo que sacude, sin que tropiece con lo vulgar». Sonríe, y contesta dando las gracias. La invita a intercambiar opiniones, por lo que añade a su computadora portátil su dirección electrónica.
Ella es supervisora de una editora de libros. Él es un agente viajero que vende refacciones para autos. Los dos, en un tiempo libre escriben comentarios de textos en una página de poesía, a veces coinciden y platican por el Messenger. Ella en su casa, él cuando encuentra el servicio en los pueblos que visita. Miles de kilómetros los separan.
«Este día ha sido pesado. Tuve que internarme entre los pueblos del valle. Regresé al hotel empolvado, y pidiendo a gritos un baño. Tu correo es una alegría. La lectura que me ofreces de la visión del principito me produce una emoción plena, me hace verte rodeada de niños, escuchando las historias que les cuentas».
Ella le hace llegar una serie de fotos. Entre ellas, está una joven de mirada ausente recostada en una poltrona. Explica que un día antes, recién había llegado de un largo viaje, «¡fue el regalo de mis quince años. Es la única que tiene de recuerdo, el resto desaparecieron en el ciberespacio.
En la mañana, él decide ampliarla y observa que el cansancio no puede dar una mirada tan lejana. Se lo refiere. «Eres muy imaginativo». No insistió. Tenía la sensación de haberla conocido, sin embargo, pensó que la confusión era lógica, pues tenía fotos de ella actuales.
«Recuerdo el viaje, fue maravilloso. Me fui con mi tía y me traje la maleta llena de regalos: cajitas de mimbre policromadas, collares, aretes pulseras y blusas con esos colores tan típicos de México, recorrí las pirámides, sus fuentes, sus palacios y un castillo, que según se es el único de América. Dos días antes de regresar fuimos a una plaza de antojitos, tan rico todo que lo pienso y se me hace agua la boca» «La foto donde estás en la poltrona ¿es cuando llegaste del viaje? Te ves muy jovencita, la amplié y en efecto se te ve agotada, pero la mirada es, triste. ¿Será? o es una ocurrencia».
Fue a casa de sus padres. Su mamá sentada en el tocador le dijo: «Por favor, ve a mi recámara y tráeme mi collar de oro… si no lo encuentras allí, mira en el guardajoyas que me regalaste».
Tomó el collar de su madre, y arrastró otro al mismo tiempo. Al observar los cordones que servían para mantener atadas las obsidianas, recordó el viaje. Allí estaba el collar sin la piedra atigrada con forma de corazón. Sutil, le comentó.
—¿No te acuerdas? ¡Qué memoria tienes! me dijiste que te lo guardara y eso hice, allí está, como me lo diste. Nunca más lo volviste a mencionar, pero si deseas… llévatelo”—Le contestó su mamá.
Tanto para él como para ella el tiempo se fue. Muchas alegrías se abrieron a medida que los hijos crecían. Ella estaba unida con un corredor de bolsa, hombre prudente que le exigía atención. Él se percató que el sueldo que ganaba en la empresa solo servía para subsistir. Por lo que intentó abrirse paso por sí mismo. Salía muy temprano a visitar talleres para ofrecerles su mercancía y dormía en hosterías económicas para no excederse. Ella entregada a la supervisión en campo de una empresa editorial.
La lectura, los comentarios y los intercambios de impresiones por el correo los animaba a una amistad cercana. Para Navidad acordaron intercambiar regalos, sin tener que comprarlos. Algo de ellos.
Él le platicó sobre estrategias para vender y ella lo animaba a que siguiera escribiendo y al mismo tiempo le corregía los textos. Su amistad se fortaleció, de tal manera que las veces que se ausentaban por exigencias de la vida, tanto él como ella sacaban un instante para desearse un buen día.
Él se encontró con un collar de obsidianas, y las imágenes estallaron en su mente al recordar la tormenta en la alameda y la jovencita temerosa que al despedirse le había besado. Ella con una piedra en forma de corazón con un ámbar trozado por rayas negras que le recordaba al joven que la llevó hacia los juegos de agua y que compartieron el paraguas. Aun vislumbra los destellos amarillos de las lámparas y la penumbra parda de los álamos y el impulso de sus labios.
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