El perro del zapatero

Hace unos tres meses ocurrió la muerte de Paco, un viejo conocido a quien alquilé el garaje de mi casa para poner una reparadora de zapatos.
Los primeros días los pasó en completa soledad. Solo yo entraba para saludarlo, y compartíamos un café comentando las últimas noticias.
Un buen día se apareció con un perro de raza indefinida, flaco y sucio, que encontró abandonado en un parque; lo adoptó como propio y lo nombró Toby.
Lo bañó y curó sus viejas heridas, secuelas, de seguro, de peleas callejeras; lo alimentó y el perro recobró las libras que había perdido.
Con el paso del tiempo vi crecer el cariño entre ambos. El can pasaba los días a su lado, acostado en el suelo, siempre atento a cuando entraba algún cliente con apariencia sospechosa.
Paco era un zapatero de oficio que había conocido años atrás. Ofrecía sus servicios en las calles y trabajaba, casi siempre, a la intemperie, bajo la sombra de algún árbol. Cuando me pidió que le rentara el garaje vacío para poder trabajar con comodidad, accedí y lo hice por un precio módico. Me gustó la idea, porque su presencia permanente podía ahuyentar a esos ladrones que abundan en mi barrio.
Él llegaba a las ocho de la mañana y no salía hasta las cinco de la tarde. Trabajaba sentado en una vieja silla de guano, y tenía otras dos para clientes. Sobre una mesa distribuía sus alicates, agujas, hilos, cuchillas, limas y martillos. En una repisa, a su lado, reposaban una horma y materiales diversos, tacos, suelas, pegamentos, clavos y puntillas.
Cuando me asomaba a la puerta, el perro se ponía en atención. El zapatero lo calmaba pasándole una mano por la cabeza, mientras le decía: “Quieto, Toby, ¿no ves que es Leo, el amigo que siempre nos visita?”.
La muerte sorprendió a Paco, de repente, y me encargué de los trámites de su velorio y entierro. La zapatería permaneció intacta, pues no le conocía parientes a quién devolverles sus herramientas y escaso mobiliario. Me negué a entrar al local pues me entristecía saber que jamás lo vería de nuevo. Y me quedé con el can para no abandonarlo ni regresarlo a la calle de nuevo.
Las primeras semanas fueron duras. Toby apenas comía y me ladraba cuando me acercaba.
Pero todo cambió desde aquel día que viajé hacia el interior, y se me ocurrió dejarlo en la antigua zapatería. Él se ubicó, de inmediato, al lado de la vieja silla donde Paco se sentaba. Noté que estaba conmovido volver al espacio que compartió con su amo.
Cuando regresé, tuve que llevarlo casi a empujones a la casa, pues se resistía a abandonar el lugar.
A partir de aquel día decidí dejarlo desde temprano en el local. Él, instintivamente se acostaba al pie de la silla de su patrón, y apenas salía para hacer sus necesidades en el jardín. Yo cuidaba que no le faltara agua y comida, y recuperó su peso.
Desde entonces cambió su actitud para conmigo. Al parecer me reconocía, por fin, como su nuevo amo, pero sin olvidar al hombre que lo sacó de la calle y le brindó amor y cuidado.
Definitivamente, la lealtad de los animales por sus amos es proverbial.
El espíritu de Paco y Toby están juntos, de nuevo, en la zapatería y lo celebro porque gracias a la iniciativa que tuve el día de mi viaje, el perro hoy también me agradece y me demuestra su cariño cada día.

Alberto Vásquez.