Cuando doña Jesusa olisqueo los bombones de chocolate, no pudo evitar la náusea que bañó con vómito a don Aureliano. Supo entonces, que estaba embarazada. Cuarenta y cinco años y con dos nietos. Consideró su situación como inaceptable. Pero, nada la hizo sangrar. El único sangrado lo tuvo poco antes del nacimiento de Jesusito.
A la media noche fueron por doña Godeleva, la partera del pueblo, pues los dolores de Susita, habían empezado.
Años después, la comadrona recordaría que aquel parto había sido muy rápido y con poca agua. Un varoncito largo y de pecho pronunciado, que daba tremendos gritos. Peor que una chachalaca.
Con ceniza trazó un círculo alrededor de la casa de Susita. Lo reviso por la mañana y estaba como lo había dejado. No había ninguna pisada de animal «El niño no tendrá quien lo cuide en la vida; no tendrá Tona. ¿Quién protegerá a Jesusito?, sabemos que un niño sin Tona, es solo medio niño».
Cursaba el tercer año de la primaria: la gente lo apodó “el güero”. Su maestra, Conchita, agregó en su libro de apuntes: No es mal alumno y es muy obediente, tiene aptitudes para algo, pero no sé qué es. Le gusta montarse en la rama de los árboles, pero más tarda uno en bajarlo que él en subirse. me persigné y se lo encomendé a Dios.
Mientras los niños jugaban a darle patadas a una pelota, él se distraía observando lo que fuese. Tenía ojos negros protuberantes y con su pelo de color zanahoria. No era hostil, sabía juntarse, sólo que él, era más proclive a caminar.
En una de esas noches en que el sueño se aleja, sus padres cuchicheaban. Don Aureliano decía:
—No me gusta cómo es. Salió melindroso para comer. Está flaco, estirado, parece carrizo tierno y casi no habla. ¿Tendrá algo? Es diferente a sus hermanos... ¿Qué será bueno para nuestro hijo?
—No sé.
— ¿Qué te ha dicho la maestra?
—Que no le gusta jugar y es muy serio.
— ¿aprende, pone atención?
—Sí, dice que no es burro.
— ¿Y el cura? ¿Le has preguntado al cura?
—Sí, pero...
—Pero, ¿qué?
—Qué lo educamos mal.
— ¿Por qué?
—Pues parece que él no le besa la mano y, cuando lo ve rezando, lo hace para dentro; hasta parece que se ríe.
— ¿Qué crees que sea bueno para el niño?
—A lo mejor algo lo espantó. Recuerda que la partera nos dijo que el niño no tiene Tona. Ya ves que me embaracé poquito antes de la creciente.
—Lo llevaremos con don Andrés, que es bueno para curar de espanto y sacar malos espíritus.
Con el curandero convinieron en sacarle los demonios que no sería fácil ya que éstos entraron cuando el alma estaba tierna.
Fueron citados por la tarde. Lo bañaron con hojas de albahaca, y por la noche durmió con un collar de ajos. Al ver al niño, el sanador inspiró profundamente, empezó a eructar y mover la cabeza de un lado a otro el niño tiene algo, mi estómago me dice, el aire también me lo dice.
— ¡Qué! — exclamaron al mismo tiempo los padres.
—No sé aún. ¿trajeron los huevos?
—Sí.
— ¿Son de la gallina que les pedí?
—Sí, sin plumas en el cuello, rayada y de color pardo.
El consultorio tenía imágenes de Cristo sobre la pared, al centro había un altar cubierto por un mantel con los bordes de encaje que tocaban el suelo. Figuras de barro de la Virgen de Guadalupe, San Antonio, y en la orilla una cabeza de un dios azteca que inspiraba temor alumbrado por la luz de las veladoras.
—No tengas miedo, te untaré el cuerpo con estas hojas. Pasaré los blanquillos de gallina parda desde tu cabeza a los pies y, al reventarlos dentro de un vaso con agua, la figura que se forme me dirá lo que tienes. Quítate la camisa.
Oró en voz baja con la cara mirando al cielo. Los ojos de Jesusito iban de un lado a otro, y bajo sus pies descalzos sintió el borde de unas raíces; recordó que había un enorme mango y que el frescor era debido a la sombra que caía sobre el techo de palma.
—Ven, acércate —le dijo el curandero.
Empezó a barrerlo con un grueso de ramas en el pecho, la espalda, las nalgas saliendo olores vagos, luego el ambiente se saturó de un aroma a hierba restregada. El brujo rezaba con palabras ininteligibles y temblores de su cabeza. Bebió de la botella que contenía caña que lo dispersó sobre la espalda. En el segundo sorbo se movió y el brebaje cayó sobre las velas encendidas. Grandes lenguas de fuego se alzaron. En un santiamén las llamas calcinaron todo. Nada fue suficiente para apagarlo, y en medio de la desolación, se escuchaban los gritos de la madre del niño.
La gente veía sin creer lo que pasaba, y lo más que hacía era llevar agua para evitar que el cuerpo de don Andrés siguiera quemándose. Todos tenían los ojos entre las cenizas, tratando de descubrir los restos del niño. Creían que se habría consumido con rapidez. La madre inconsolable aferrada a Don Aureliano que se mordía los labios aún sin creer. Solo cenizas y el humo que se iba con el viento de la tarde.
— ¡Allá está Jesusito! ¡Allá está! —tronó un grito en medio del silencio.
El Comisariado de tierras apuntaba con la mano y todos levantaron la mirada. Estaba enredado entre las horquetas del árbol, con los ojos cerrados y aferrado a una gruesa rama.
La partera, al conocer los hechos, no tuvo dudas de que sólo una tona podía haber salvado al güero de morir por el fuego. Movió la cabeza, y pensó «El camino de los santos y de la tona es infinito, ¡quién iba a creer que un ave sería la Tona que lo cuidara» Se persignó, y con una piedra poma comenzó a afilarse la uña del dedo índice derecho; la que utilizaba para romper las fuentes y aprontar los partos.
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