Un día que iniciaría una serie de sucesos tenebrosos, Joaquín recibió de regalo un extraño objeto que según el portador, muchacho locuaz conocido además por su enorme inventiva, era este un artículo escamoteado a cierto museo británico que en esos momentos no era posible identificar y que su valor intrínseco lo superaban con creces sus orígenes, también desconocidos. Historias difusas extraviadas en la arena de los tiempos que de seguro ameritaban acuciosos estudios. O bien, simples invenciones de Iván, que pagaba pequeños favores pendientes con ese artilugio. Joaquín aceptó tal obsequio y sin prestarle mayor importancia lo depositó en un estante arrumbado en una habitación de escaso tránsito. El regalo consistía en una caja de madera rectangular de unos diez centímetros de largo por cinco de ancho, de un amarillo cremoso sobre el que se dibujaban unos signos indescifrables en su centro.
Para nada curioso, Joaquín olvidó tal situación y su vida transcurrió en su labor de oficinista en una empresa ubicada en el centro de la capital. Esta historia podría darse por terminada en este mismo instante de no haber ocurrido un hecho muy doloroso: su tío Germán, un tipo pacífico y amante de la filatelia, se trenzó a golpes con su padre en una disputa sin sentido. Fue como si dos criaturas de la selva se disputaran la primacía y donde al final el filatelista terminó con sus narices sangrando y de rodillas sobre el piso mientras el padre acezaba por la agitación. Cuando la madre atendía a su esposo y a su hermano, les preguntó cuál era la razón para tamaña trifulca. Ambos se miraron sorprendidos. Un relumbrón pareció encender el entendimiento de cada cual, pero comprendiendo que ninguno tenía razón alguna para enfrentarse con el otro. Una situación curiosa que sin embargo se olvidó sin que nadie se preocupara más del asunto.
Días más tarde y sin que hubiese antecedentes anteriores de esto, cientos de ratones ingresaron en tropel a la casa de Joaquín. Él y su padre se encontraban en sus respectivos empleos y fue su madre la que se topó a boca de jarro con este espantoso desbande que simulaba ser una enorme alfombra grisácea que se desplazaba por las habitaciones. A sus gritos espantados concurrieron los vecinos para tratar de ahuyentar a los roedores, pero éstos desaparecieron del mismo modo que llegaron.
Esa noche, no bien Joaquín colocó la llave en la cerradura de la puerta, se sintió aferrado por una mano que surgió desde las sombras. El joven lanzó un alarido que sofocó al identificar al causante de ese susto. Era Iván que había conseguido más información del objeto que había regalado a su amigo.
“Esta información me la entregó un anticuario al que ayudo de vez en cuando.” comentó con voz azorada el muchacho.
“¿De qué hablas” repuso Joaquín, cruzando los brazos.
“La tableta que te regalé. Es peligrosísima, amigo. Según el anticuario, es una especie de talismán de orígenes que no puede precisar, pero que entre sus características, causa perturbaciones en la vida de los que la poseen. Accidentes, situaciones inusitadas, problemas familiares… asuntos impredecibles”.
“Entonces te la devolveré. Más que un regalo, lo que has hecho es someterme a asuntos terribles” respondió Joaquín con un tono burlesco en su voz. Su carácter empírico le impedía creer en estas historias descabelladas.
“¡Noo! ¡No se te ocurra devolvérmela! ¡Si lo haces, regresará y con un mayor poder destructor!”
En la penumbra, una sonrisa burlona dio término a esta conversación. Iván se alejó apresurado, como temiendo que alguna maldición estuviera a punto de desprenderse desde la copa de los árboles.
Por esas situaciones que ocurren de improviso, apareció en casa de Joaquín, Mariana, una ex novia suya que solicitaba que le devolviera un libro de filosofía. Ambos se gustaban a pesar del rompimiento, pero comprendían que existía una brecha que les impedía un mayor acercamiento, algo que ninguno era capaz de identificar, un vacío o un copamiento que los separaba de manera insondable. Cuando el joven acudió al estante para buscar el tomo, Mariana reparó en el objeto cuadrado que destacaba entre los libros.
“¡Que curioso asunto este! ¿Dónde lo conseguiste?”
“Ah, eso. Me lo regaló un amigo. Es una superchería barata que no sé para qué sirve”.
“Vendría bien como adorno para una mesita de centro” respondió Mariana, contemplando el objeto con atención.
“¿Lo quieres? Vaya como retribución por la demora en hacerte llegar este libro”.
“Si para ti no significa nada, yo sabré darle protagonismo”.
“En tu mesa de centro, ja ja” rio de buena gana Joaquín.
Tres días después, Mariana llamó a Joaquín. El rectángulo había desaparecido de su mesita y le preguntaba si no sería una broma suya conspirada con alguno de sus amigos. El muchacho se encogió de hombros, pero comprendiendo que eso no sería percibido por su amiga, respondió que se había olvidado por completo de ese asunto y que no tenía mayor interés en ese objeto.
Pero, esa misma tarde, al buscar un libro en el estante, percibió con sorpresa y con un inconfesable temor a la zaga, que el rectángulo permanecía en el mismo lugar en que había sido colocado. Pocos segundos transcurrieron antes que un grito desgarrador proveniente desde la cocina le obligará a correr hacia allá. Mientras cocinaba, su madre se había rebanado un dedo y este le colgaba de su mano. La ambulancia apareció pronto tras su ulular por el barrio, desatando la curiosidad de los vecinos. Para fortuna de la mujer, su dedo fue salvado, pero requeriría un largo período de reposo. De todos modos, Joaquín fue incapaz de hilar las diversas situaciones acontecidas tras la llegada de la tabla aquella. Su razonamiento práctico le impedía pensar en aquello. Lo que no le cuadraba era la aparición de ese objeto entre sus libros, pero en su mente ya aventuraba variadas ecuaciones que resolvieran su duda.
Mariana ayudó en los menesteres hogareños cuando sus estudios lo permitían. Sabedora que la madre de Joaquín, criada a la antigua, jamás hubiese permitido que su hijo o su esposo tuvieran que manipular los objetos de cocina, la joven, nada de acuerdo con esas ideas, le enseño a Joaquín a preparar ciertas comidas y éste recibió de muy buena manera esta instrucción. Incluso, invitó a cenar a su amiga, preparándole un estofado.
“¡Te quedó estupendo, Joaquín! ¡A mí no me habría resultado mejor!”
Para rubricar esta íntima cena, el muchacho regresó ocultando algo en su espalda.
“Toma. No te puedo explicar cómo, pero esta cosa apareció de nuevo en mi estante. Pienso que debe ser algo parecido a un antiguo boomerang” bromeó el muchacho.
Mariana se quedó boquiabierta. ¿Cómo podía ser eso?
“Perdona… pero ya no lo quiero. Me provoca demasiado miedo”.
“No seas supersticiosa. ¡Tú, la mujer más racional del mundo temiéndole a este pedazo de madera!”
Conversaron hasta tarde. Incluso renacieron esas miradas que pretendían traspasar las barreras para contemplar con limpieza inusitada al hombre y a la mujer que trataban de desenredarse sin mayor éxito de esa maraña difusa que los separaba. Surgió un instante en que sus labios se aproximaron, pero aun así, no se besaron. Y fue allí, que aprovechando un descuido de ella, Joaquín deslizó el objeto en su bolso.
Esa noche, Joaquín pensó en ella y Mariana en él. El compartir esa intimidad desenredó en parte eso que sin ser un objeto real, no permitía que se amaran con libertad. Joaquín elucubró varias hipótesis, una de ellas, su poca empatía con el romanticismo, ese asunto que se le hacía intragable, según él, propio de seres debiluchos. Mariana, por su parte, sintió que él estaba un poco más cerca. Y antes de entregarse a un sueño repleto de imágenes coloridas, pronunció su nombre.
Las llamas comenzaron en el comedor y desde allí se precipitaron voraces por el pasillo. La humareda y un calor asfixiante despertaron a Joaquín. Aterrorizado, trató de escapar por la ventana de su dormitorio y allí mismo, iluminado por el fuego, estaba el rectángulo de madera, sólo que ahora su amarillo desvaído había dado paso a un rojo bermellón que parecía licuarse tal si fuese sangre a punto de derramarse en un caudal.
.Un grito de terror y una sombra envuelta en llamas trató de deshacerse de ese infierno.
Al día siguiente, Joaquín era atendido en el hospital de la ciudad. No había sufrido grandes quemaduras porque en su desesperación se había cubierto con las cobijas de su cama. Su amigo Iván lo contemplaba con una mirada que reflejaba todo su espanto. Luego, murmuró para sí: “…y sea el fuego el que rompa el círculo y liberada el alma por las llamas que ahora son su salvación”. Palabras dichas por el anticuario y repetidas por él como un mantra. Sin saberse el origen de la tabla, el hombre aventuró una teoría que hablaba de esos objetos y que se suponía que son la reencarnación de los celos, una historia absurda y primitiva, pero que por coincidencias del mismo talante, podrían servir como una explicación. Tomando distancia, por supuesto del más objetivo racionalismo que envuelve a los hombres, los embriaga de claridades y los aleja de los rituales arcanos.
Esa misma mañana, Mariana entró a la habitación sin poder ocultar su preocupación. Al enterarse que nada grave había sucedido, puesto que el incendio alcanzó a ser sofocado y que Joaquín no presentaba heridas de gravedad, se reclinó sobre él y rozó sus labios con un beso limpio, casi inocente. Joaquín sonrió y le indicó que pusiera más énfasis en su intento. Nada la detuvo, las barreras ya se habían deshecho y suponían ambos que desde ahora, este amor los haría inseparables.
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