Un regalo merecido
Máximo se dirigía en su auto a su trabajo y al cruzar un puente llamo su atencion una muchacha que miraba hacia el rio asida a la barandilla.
Por su actitud, le asaltó un oscuro presentimiento. Se estacionó como pudo y caminó hacia ella, que permanecía en la misma postura, nerviosa e indecisa, pensó, de dar el salto mortal.
—Buenos días –le dijo con suavidad, para no espantarla.
Ella lo miró desconcertada:
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí?
—Cruzaba por aquí y me llamó la atención verla tan temprano mirando hacia abajo; quiero saber si le pasa algo y si puedo ayudarla.
Raquel –así se llamaba- sintió que el hombre le hablaba con sinceridad y se tranquilizó.
—Gracias por su gesto, –le dijo- pero no necesito nada. Sólo amanecí nostálgica y vine a ver el paisaje.
—No quiero pensar que quieras tirarte del puente, ¿tienes problemas? —y antes que respondiera continuó—: de seguro debes tener padres, hijos, y un buen futuro por delante. No sé lo que te pasa, pero te aseguro que siempre hay una solución para cada problema.
Esas palabras la hicieron reflexionar. Pensó que el hombre tenía razón. También concluyó que quizás el panorama no era tan negro como le parecía unos minutos antes.
—Todos tenemos problemas. —dijo entre dientes, y recordó la discusión del día anterior con su novio y la presión de su madre, quién quería que dejara esa relación o dejara la casa. Siguiendo un impulso, sacó de un bolsillo su celular, la llamó y habló unos minutos con ella.
Se sintió satisfecha de poder hablarle por última vez, aunque no le habló de sus intenciones.
—Me alegro que estés más calmada. —le dijo Máximo cuando ella cerro el aparato—. Pensó en decirle algo, pero creyó que ya no era necesario insistir y se dispuso a partir.
—Debo seguir para mi trabajo. Si quieres, te encamino a donde vayas.
Ella lo miró con gravedad cuando le dijo:
—La verdad es que mi decisión está tomada. Estoy harta con los conflictos en casa, con mi mamá, mis hermanas y con mi pareja. No soporto un día más con tantos problemas.
Máximo, pensó que exageraba. Le dio una tarjeta con su nombre y dirección, y le pidió:
—Si algún día me necesitas puedes llamarme. Debo llegar.
Tan pronto dio la espalda, ella se aferró a la barandilla. Se subiría para arrojarse al vacío; él se percató de su intención, y regresó rápido a su lado. Clavó su mirada en los ojos, y la cuestionó:
—Tú insiste en quitarte la vida, ¿eh?
Ella asintió y subió una pierna en el pasamanos. Entonces Máximo, impotente y derrotado, le pidió, con suave acento:
—¿Me regalas tu celular?
Alberto Vasquez. |