Mientras intento pararme de la cama para ir al baño. Esa cama que últimamente es mi casa, donde paso casi el 80% del día producto de una artritis que hace que mis huesos crujan, se acomoden y el dolor corporal lo sienta de una manera desgarradora, hasta el insomnio. Hoy tengo 75 años y los achaques de la edad se van sintiendo. En el borde de mi cama se sienta mi nieta que me distrae con amor y me hace olvidar.
Yo recuerdo que fue hace solo hasta 5 meses atrás, estaba parada y andaba de un lado para el otro. Los movimientos lentos, cuidados, por las implicancias de una ciudad para jóvenes, hacia que llegara más tarde, pero llegara. Caminaba hacia el supermercado para comprar los insumos que necesitaba, más alguna chuchería o antojo para mí y para mis nietos, que los tenía preparado para cuando ellos me visitaran. Caminaba o a veces, transporte público mediante, iba al centro para ir a mi psicólogo y subía a su consultorio ubicado en el primer piso de un edificio cercano al abasto. Subía unas escaleras que se parecían más a la torre de babel que a una escalera común y corriente. Tardaba, pero llegaba, aprendí a manejar mis tiempos y no depender de nadie. Alguna caída me acompañaba de vez en cuando, para hacerme recordar mi edad y el paso del tiempo. A esta altura los huesos ya no respondían como antes.
Yo recuerdo unos años más atrás, habiendo pasado los 50 años, cuando mi cuerpo empezó a cambiar. Los calores empezaron a hacerse notorios, como viviendo en un eterno verano. Donde la revolución hormonal o la falta de ella, que me había acompañado en gran parte de mi vida, generaba cambios impensados. Mi piel ya no era como antes, estaba seca y arrugada, como también mi cuerpo tomaba otra forma, aumentando la grasa corporal. Cosas normales del climaterio, pero totalmente ajenas a mí hasta ese momento. Además, como si fuera un regalo de cumpleaños, vino acompañada, años más o menos, con la diabetes y el colesterol. Más problemas médicos o la forma de decirte tu cuerpo que vas llegando a la vejez. Yo me estaba preparando y mi cuerpo lo notaba.
Yo recuerdo, al tener 30 aproximadamente, mi cuerpo se preparaba para recibir a mis hijos. El embarazo me sentaba bien. Estaba feliz, saludable y activa. Iba de mi casa al trabajo, como también salía con algunas amigas. Mi cuerpo respondía y lo bien que lo hacía. Me sentía querida y yo quería. Mi sonrisa traspasaba montañas y la luz que irradiaba, junto con la energía, hacia que me sintiera invencible.
Cuando era adolescente estaba en pleno crecimiento. Recuerdo que mi cuerpo se transformaba y el cuerpo de mujer, era cada vez más notorio. Ya era más que una adolescente. Además, en mi casa, ayudaba. Tenía mis propias responsabilidades en mi casa. Hacía desde la comida con lo que compraba mi papa al llegar del trabajo, como también ayudaba con mis hermanitos. Ya sea en las tareas escolares como también era el referente para dejarlos ir jugar con sus amiguitos a la puerta. Hacia un poco de mama de ellos. Mi cuerpo respondía para todo y ni me daba cuenta. La energía nunca se acababa o al menos eso pensaba en ese momento.
Ahora viene mi hija y se sienta en el regazo de la cama, del otro lado mi nieta y yo, con dos almohadas mediante las miro atentamente. Juliana, mi hija, le cuenta a mi nieta como era ella de chica. Ahí recordé, cuando mi mamá, me contaba siendo yo adolescente, como era yo y sobre todo, los golpes que me daba. Ella decía que mi cuerpo era elástico, irrompible.
Hoy, ya con una vida vivida y con un cuerpo que resiste los avatares de los años, miro para atrás y sonrío. Mi cuerpo me fue acompañando y como todo, tiene su desgaste. Hoy más notorio que ayer. La vejez está presente y debo acompañarla, aceptarla y abrazarla. Hoy debo disfrutar, con dolores mediante, del resto de mi vida. Hoy disfruto de mi vejez.