La llamada me desconcertó, fue el 1 de enero. El celular sonó solo una vez una vez,
_ Me acaban de avisar del hospital. Ya está, me dijo su hijo, sentado en una silla.
Fueron treinta y nueve días de calvario, de impotencia, de dolor. Su casa alejada de las personas que suman inmundicia, así lo decía él, estaba en un paraje solitario. Cerca de un country muy luminoso, con luces leds que titilaban por la noche. Sin embargo ese paraje era oscuro, indolente.
El primer asalto lo sumió en la desesperanza, La perra ladró de forma tímida. Entró, apuntó con la pistola, se llevo los celulares, las camperas, dinero.
Dormíamos en la pieza con el machete al lado de la cama, La alarma puesta. Si escuchábamos algún ruido, desactivábamos la alarma y podíamos salir al baño. Durante dos meses pensamos que ha ya había pasado lo peor. La tranquilidad del barrio era notable. Solo perros aullando y deambulando por las calles polvorientas.
La ominosa siempre estuvo presente, con sus presagios agoreros y mortuorios.
El parte lo daban una vez por día, Avanzábamos tres pronósticos favorables y descendíamos seis.
Una noche oscura se escucharon movimientos. La perra se inquietó. Me vestí como pude. El salió y sostuvo la reja, hasta que escuché disparos. Desde el piso, me gritó:
_ Me dieron en el estómago, llama a mi hijo.
Me llevé su ropa, dos pantalones, las zapatillas, los bóxers y tres remeras.
Todavía las tengo.
Pensé que había sido sólo un rasguño. Me hablaba como si nada hubiese ocurrido. Un poco de sangre esparcida no me atemorizó.
Solo si no se hubiese resistido.
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