Visitar el cementerio conlleva un algo morboso que lo presiento en alguna parte inespecífica de mi ser. La mortandad como cosa objetiva se extiende en una llanura tachonada de lápidas, apellidos que devienen en hueso y de hueso en ese polvo que sigue las directrices bíblicas para transformarse en otro asunto. Visitar un cementerio parque, donde infinitud de losas pavimentan un camino sinuoso que conduce a nuestros muertos, a los que se eternizan en la carne que los sobrevive y que palpita con un algo místico sobre tanta decrepitud.
Acudo esta vez con mi hermana, mujer de mirada profunda y parquedad casi absoluta. Para todos, es muy extraña, irradia algo que inspira un respeto acunado en el temor. Incluso yo, acostumbrado ya a su personalidad tan singular, tiemblo cuando me observa con esos ojos negros que escudriñan bajo las sombras de sus párpados. En momentos de relajo, bromeo que su ser es un engendro entre un resucitado y una lechuza. No sonríe, jamás lo hace, pero son sus palabras las que temblequean con una tesitura que sólo pocos podemos distinguir y aquello puede traducirse como lo más parecido a una carcajada.
Mientras caminamos a la vera de las lápidas, me cuenta con esa voz cavernosa que se complementa tan bien con su aspecto, que ha soñado con nuestra madre. Y que al despertar, en la penumbra la ha distinguido evaporarse tras las paredes. Tiemblo para mis adentros y sin ser un creyente, formulo algo parecido a una oración para que jamás a la vieja se le ocurra darse un paseo por las inmediaciones. Yo no sé tratar con esos asuntos y lo dejo de manifiesto.
A nuestros pies yacen los que alguna vez compartieron con nosotros. Extraña cosa somos también los que les sobrevivimos a nuestros familiares. Les deseamos que vuelen alto y que prorrumpan en ese asunto entre místico y esotérico que algunos describen con una riqueza de detalles acaso escuchados de los labios de otros que repitieron a su vez lo que les llegó de refilón. Alguna vez le comenté a mi hermana acerca de mi simpatía con las teorías de la reencarnación y ella se encolerizó de tal manera que reculé de inmediato.
-¡Ni se te ocurra! pronunció, mientras me apuntaba con su dedo índice. que por primera vez noté lo sarmentoso que era. Pensé para mis adentros que ella estaba más informada que yo en todos esos temas, pero uno también puede hacer efectivo su libre albedrío, aunque era mejor no discutirlo.
Nada decimos mientras observamos la lápida con los nombres de nuestros parientes. Colocamos algunas flores y me reconcentro en recordarlos en sus tiempos de esplendor. La ceniza del tiempo hace mella en las evocaciones, las fechas son aleatorias, incluso algunas situaciones pueden estar falsificadas por este estremecimiento profundo que sentimos, no por nada, está la nítida percepción que nosotros también yacemos allí abajo, agusanándonos entre circunvoluciones inexistentes, ecos de la tierra que se lo tragó todo sin que haya simiente que produzca alguna floración. Sólo pasto desprolijo y maleza que promete cubrir nombres y recuerdos.
Nos vamos, uno al lado del otro como dos cuervos mal heridos. Presentimos que la brecha se acorta, que quizás ese día ya prorrumpió, que la lápida ya fue cincelada y la madera que proveerá la urna en la que se nos depositará está a punto de ser trabajada. Imagino al operario que la pule con gesto desganado, tal vez porque también tiene el cruel presentimiento que está moldeando su propio féretro.
Nos aproximamos a la salida. La tarde se enturbia entre grises y negros. Mi hermana ingresa a una sala de sanitarios y se enjuaga las manos. Ingresa otra mujer y se coloca a su lado para ejecutar la misma acción. Urdo una broma, esperando de regreso esas señales tan retorcidas que equivalen a una sonrisa. Cuando sale, le comento lo solitario que estaba ese baño, otra tumba más entre tantas. Fija sus ojos sepulcrales sobre los míos: -¡No juegues con eso! Tiemblo. Suspiro recordando que ya estamos por salir de este asunto. De bromas, mejor ni mencionarlo.
Sólo que, antes de franquear el portón de salida, ella sonríe, esta vez sus labios se distienden absolutos, hace una mueca al vacío y extiende su mano, la que se agita tal si otro le retribuyera el saludo.
-Buenas tardes- escucho que dice y le responde el silencio.
Salimos. No me atrevo a preguntarle qué diablos fue eso. ¿Su especial sentido de humor, devolviendo mi atisbo de broma? Aún hoy, recelo y temo. Y por supuesto, prefiero tragarme la duda.
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