Ese lago turbio, ese minúsculo océano en el cual se adivinaban microscópicos seres y penetrantes olores, no se diría aromas, aguardaba sereno y manso. Recordó esos anchurosos ríos grises que avanzaban hacia su destino. Destino, no el mejor y constreñido por las circunstancias, circunstancias, las peores. Imaginó su sumersión en arroyuelos idílicos descubiertos en dilatadas vacaciones, aguas que acariciaban su torso y lo retrataban nítido para luego desdibujarse por los accidentes de su curso. Asunto mayor fue bregar con esos océanos que tronaban como un millar de timbales en sus oídos y en todo su ser maravillado. Pudo dilucidar que el placer y el miedo más profundo se fundían en un solo ente desnudo entre retumbos y estertores.
Agua salobre, dulce, envolviendo el cuerpo imaginado de la tierra y respetando las anchas ancas en donde habitamos todos, la orilla de ese plato inmenso curvándose en el espacio y que en principio simulaba magia difuminada pronto por el cálculo y las teorías. Todo es explicable y si bien, son tratados, conceptos graficados en una ruma gigantesca de cifras, sin sombrero de copa, ni conejos, ni señoritas prestas para ser divididas en dos mitades por los dientes implantados de una sierra epistemológica, sabemos que el universo es desconocido y que conocer a nuestros vecinos planetarios se parece tantísimo a ese sólo sé que nada sé tan socrático como desesperanzador.
Mas, todo aquello no sublimaba en absoluto la realidad, aguas ajenas que hendieron cursos serpenteantes, vados y médanos de la imaginación para designio de las circunstancias, las mismas que ahora ponían en ristre todo su valor. Pudo sortear más tarde olas caprichosas que alzando sus lomos oscuros pregonaban un majestuoso derrumbe. Intuyó que cada una de ellas sólo anhelaba penetrar la costa arenosa y con ímpetu de macho cabrío invadir lo prestado al hombre, arrasar y aniquilar, exigiendo devolución con onerosos intereses por ese arriendo subjetivo. Ahora, añoraba esos instantes en que la proclama de las aguas embebía su coraje y se imaginaba parte de esas hordas hasta el preciso instante en que desembarcaba exitoso y con la victoria en la pancarta ufana de una sonrisa. A los quince años, el mundo es más ancho de lo que parece y las proezas engalanan sus efemérides volátiles. A la vuelta de la esquina, los deberes aguardaban procelosos en los cientos de rostros desmaquillados de la rutina. Y ahora, surgía el más descarnado, aquel que rehuyó desde siempre y que hoy aguardaba silente, desnudo de expectativas pero urgente en su consecución.
La epidemia impuso sus términos y los mayores cayeron como espigas segadas por una hoz despiadada. Todos yacían en sus lechos, menos Ernesto, el de menos edad en ese grupo familiar. Esta ola, preconizada por los medios de comunicación, arrasó con cuanto palitroque humano le hizo frente. Los jóvenes salvaron ilesos y en esas aguas malsanas debieron bracear con energía. No hubo vacaciones, pero el año discurrió lento y monótono. La primera misión fue alimentar a sus padres, hermanos y abuelo. En principio, un familiar les proporciono comida casera pero pronto las divisas escasearon, no se generaba dinero y sólo debían aguardar que la enfermedad soltara las amarras y comenzaran a recomenzar sus rutinas. Ernesto se prodigó y se afanó en cocinar lo poco y nada que conocía, pero de ese engendro se alimentó la familia y si bien los hermanos mayores hicieron morisquetas, el hambre los obligó a tragar lo que para ellos era incomible. Cada cual, realizaba sus propios menesteres: aseo, necesidades, hasta el abuelo, que a sus noventa y tantos años se mantuvo intacto hasta el penúltimo día. Dicha jornada lo ancló sin misericordia en el lecho y debió ser alimentado por Ernesto, clavando otra presea en su pecho orgulloso.
Pero así como los alimentos entran, los residuos son devueltos de una manera tan onerosa como ecuménica. El valor de Ernesto, medido en brazadas sobre aguas revueltas, equilibrándose en la cresta de las olas, navegando sobre ríos infernales o bañándose en la apacibilidad de los esteros, esta vez afrontó ese lago de aguas turbias en que no se reflejaba y sí imaginaba todos los sigilos de la humanidad impenitente volcados en un río interminable que se derramaba a su vez en los prontuariados océanos de su país. Tembló, no era propicio ni navegar ni surfear aquello tan mínimo y tan pavoroso. Así como los héroes de los comics tienen un punto débil, un talón vulnerable, Ernesto luchaba entre los retorcijones y arcadas reprimidas. Pero ya no podía dilatarse más esto, hacer frente a ese pozo amarillento que aguardaba silente, un lago Ness con un monstruo descubierto. Asió pues, esa turbiedad que expedía un olor penetrante, algo de mares invocados y espuma en el rostro en veranos frescos, pero concentrado en una circunferencia oprobiosa. El temor atrae la desgracia. Con la bacinica entre sus manos temblorosas, avanzó hacia el baño, con tan mala fortuna que tropezó con la pata del camastro y pronto se vio empapado y braceando entre arcadas y vómitos en medio de ese lago desbordado mientras el abuelo contemplaba con espanto el caótico desparramo de su orina en el piso de la habitación.
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