A aquella que siempre creí mi amiga, cierto día le pedí, le rogué, le supliqué, le lloré y por último, le exigí que se despojara de su timidez para que fuese desde ese mismo momento mi fiel embajadora y me antecediera como un eficiente escudo contra las injurias y las emboscadas, que construyese densos y ocultos caminos para mis febles pasos y mostrara en sus manos enguantadas mis precarias credenciales a este mundo amplio y aberrante que se abre a cada momento delante mío. Se negó porfiada y absolutamente a obedecer, cruzó sus brazos, contrajo el ceño, sin pronunciar palabra me lo dijo todo y negligente y remisa, prosiguió las rutinarias labores de sus propios designios. Atribulado, me sumergí en la más negra de las noches, nadé con desesperación en las abominables tintas del desprecio, vagué por desconocidas galaxias, me sumí en mundos de pesadilla que pintaron en mi rostro la más absoluta desolación, abominé de las luces y los reflejos, perseveré en mis ansias por envolverme en negras gasas, embetuné mis facciones y mis manos, absorto en mi rebeldía, viví la noche como sólo se vive el día y cuando ciego de expectativas asomé por fin a la vida, detrás mío aún gesticulaba aquella pérfida traicionera, habitante de las más sórdidas oscuridades. Ahora sé que a esa parásita de mis gestos, simétrico alter ego estampado en las aceras, la cargaré para siempre detrás de mí, bebiendo luces y reflejos para sobrevivir emulándome…
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