Cuando la historia se cuenta con el alma, despiertan de golpe esas luciérnagas doradas que todos tenemos dentro y que relumbran nítidas iluminando fantasías, pasajes, misterios.
Fue el profesor Cárdenas quien provocó dicha ignición con una importante clase de Historia. Este señor vestía con esa elegancia degastada de los profesores de primaria, a lo que se le agregaba la carencia de parte de su brazo izquierdo, perdido quizás en alguna refriega que no figuraba en los anales de su especialidad.
Esa mañana fue descrita para nuestros ojos maravillados la civilización egipcia y toda su monumental historia de faraones mitológicos envueltos en lino y oro. El silencio sepulcral de la sala describía el impacto general y la admiración por esa era tan majestuosa que inundaba nuestros sentidos de iridiscencias milenarias ya esfumadas en el tiempo. Se me llenaron los ojos y el alma de alabastro modelado en humildes vasos y egregias tumbas, escalé con el ímpetu de mi imaginación las piedras cinceladas de cada pirámide para atisbar en lontananza ese milenario Egipto con los ojos de la ensoñación. Sentí el peso de las robustas columnas y el tráfago de pudientes y esclavos hormigueando por la ciudad que se bañaba en las aguas pródigas del Nilo.
El caso es que esa sensación de fastuosidad y grandeza me acompaño durante toda la jornada, fue una lección pegada a mis huesos creciendo robusta en su magnificencia. Una historia diezmada por la leyenda, redibujada por el cine y ahora latiendo en mi pecho como cosa viva. Recordé la mirada del profesor Cárdenas cuando nos llenaba los ojos de asombro y agradecí que fuese él, un Almirante Nelson batallando en la humildad perenne de una escuela pública, dibujando halcones y esfinges sobre la oscura pizarra.
Esa tarde escamoteé ropajes y cartones que permanecían arrumbados en el fondo de un ropero y reconstruí una mísera estampa de ese Egipto legendario. El desierto trepó sobre los tejados de los vecinos y el cerro Renca, majestuoso en su lejanía, lo renombré como Keops. Un importante faraón sería sepultado en ese alabastro acartonado que construí en el patio, su cuerpo constaba de camisas, sábanas y pantalones raídos envueltos en una cobija descolorida. Su rostro lo rescaté desde el tiesto de la basura: una cáscara de sandía que de algún modo ofrecía el tono verdoso de cualquier faraón en proceso de embalsamamiento. Sus ojos fueron dos rendijas que engalané con pepas de zapallo y como en su otra vida necesitaría dientes, inserté en un rajón horizontal simulando su boca, sendos granos de choclo. Creo haberlo llamado Akenaton o algo parecido y dibujé rayas y pájaros sobre la tapa de una caja de zapatos. La tarde se deslizó rauda en este solitario homenaje. No imagino a mis compañeros realizando algo parecido. Algunos driblearían por las callejuelas con una pelota de plástico entre los pies, otros, realizarían diferentes menesteres con su familia. Sólo yo continuaba obnubilado por el esplendor de esa civilización africana.
Mi madre susurró con voz apagada, casi como evitando que nadie más la escuchara, que yo había llamado a la muerte. Mis hermanas, sólo se alzaron de hombros, conocedoras de estas tonteras mías. A esa edad no se avizoraban todavía cuestionamientos tales como la causa y el efecto. Concurrimos, padres e hijos, al velatorio del abuelo, fallecido justo un día después de la sepultación de mi faraón. O una noche después, porque su sueño se desdibujó para transformase en una mortaja. Nunca vinculé este suceso con el otro. La palabra casualidad se meció como un paraguas muy conveniente sobre cualquier atisbo de culpa. Lo cierto es que jamás intenté crear de nuevo nada que tuviera atisbos de figura humana. Aunque algún inopinado faraón me exigiera con su voz de ecos milenarios que le rindiese honores.
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