No me agrada para nada pararme en una tarima y dirigirme a un público por reducido que este sea. Descarto de cuajo las actividades donde los temas vengan relacionados con una consabida capacitación donde sea yo el disertador.
Como estoy dotado de ese talento inútil de llevar las cuentas, me entretengo en hacer el ejercicio de recordar a que edad esa condición ya me perturbaba (hablar en público). Voy corriendo la perilla del tiempo y retrocedo año a año situándome curso por curso visualizando quienes eran mis compañeros, profesoras, en que sala y ubicación dentro de ella.
Retrocedí hasta los primeros cursos de preparatoria. En esos años, en el primer de día de clases nos formábamos por estatura en el patio. Por turno caminábamos ordenados por los pasillos, subíamos las escalares y finalmente esperábamos en fila antes de entrar a la sala. Yo formaba al principio pero no de los primeros. Explico, cómo mi cumpleaños era en septiembre era menor que los que cumplían año en los meses anteriores, y por ende era de estatura más baja. Mi preocupación era no quedar de los primeros porque así evitaba ser el que guiaba la columna. ¿Cómo lo lograba? Me empinaba un poquito.
Ese primer día, al entrar a la sala se producía una estampida de quienes deseaban estar al principio o al final de la sala o estar sentado los inseparables de siempre. Para mí era importante donde me sentaba, pero nunca en los primeros bancos, porque aquellos eran candidatos seguros para que la profesora los seleccionase para salir a la pizarra. Tampoco en la fila al frente de su escritorio, junto a la ventana, ya que también corrían el riesgo de ser seleccionados por estar a la vista de la profesora. Me ubicaba tranquilamente en la fila del otro extremo y en el tercer banco hacia atrás. Quedaba en diagonal a la vista de la profesora y con varias cabezas para obstaculizar la visión. Tampoco en la orilla del pasillo, porque si caminaba, era probable de invitar al pizarrón quien está en el pasillo y no el que está en el rincón.
Si seleccionaba pasar a la pizarra respetando el orden banco por banco era probable que terminara la hora y no llegase mi turno para salir. Por otro lado, como mi apellido comenzaba con R, estaba en la lista del curso como en la ubicación treinta de un curso de treinta y cinco. Si se utilizaba la lista del curso, al ir uno por uno ninguna posibilidad de que me tocase. Antes terminaba la clase.
Menos importante era cuando leíamos en voz alta un cuento. Dependiendo si daba pie a que el turno sea banco por banco o siguiendo el orden alfabético, calculaba de ante mano, según la cantidad de alumnos que me antecedían, cual párrafo o línea me tocaba leer. Eso me tranquilizaba ya que me daba ventaja leer mentalmente antes de hacerlo a viva voz.
Tengo una confusión. No recuerdo si esos estados de alertas sucedieron a los seis o siete años. Segundo o tercero de preparatoria. Tengo claro, eso sí, que no fue a la edad de cinco años, estando en primero. Ese año aprendí a leer y recuerdo que no leíamos de uno en uno, sino que todos juntos.
- O - j - O - OJO.
- M - A - N - O - MANO - MA – NO - MANO.
Y cuando terminábamos de deletrear, aplaudíamos.
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