PADRE CORUCO
En el enorme convento Santa María, religiosos de ambos sexos (claro en la noche en habitaciones separadas) estaban en las pláticas cuaresmales que impartía el Arzobispo Primado.
Después de medianoche, hacia su recorrido el padre prefecto, cuando escuchó en la sacristía, pujos y gemidos. Se asomó y encontró a una monja y a un sacerdote en la práctica de ejercicio combinado en la cama, ambos en completo “cuero de rana”.
De inmediato fue con el chisme al Obispo. Este no quería problemas, le recomendó al prefecto sigilo y delegó el asunto a la Madre Superiora y al sacerdote más antiguo; el padre Coruco.
La joven monja (ya con su hábito) llorosa está frente a la Madre Superiora que le propinó una feroz chinga, si no física si moral, la humilló sin compasión. Las mujeres maduras con poder son a menudo, muy crueles.
El padre Coruco, anciano sacerdote, bonachón y con muy buen criterio tiene enfrente al sacerdote descarriado, le dice:
—¿Cuéntame tu versión?
—Padre, sé que hice votos de castidad, pero ¿qué quiere? Soy joven y fogoso, además la hermanita está muy buena y sensual.
El viejo sacerdote, se queda un momento en silencio, quizá recordando su ya muy lejana juventud. Con cara seria le dice:
—Mira hijo, si no puedes ser casto, cuando menos sé cauto.
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