Reposición de otro texto antiguo.
Esta es una historia de excesos; también romántica, de un romanticismo recalcitrante, decadente, cursi. En ella encontrarán muchas mentiras y falsedades, que tienen el ánimo luminoso que poseen las verdades.
Desde muy pequeño, Pablo descubrió que le encantaba saltar, de día y de noche, de noche y de día, en su casa, en el parque, en la calle, a todas horas. Por eso, cada vez que podía, saltaba, saltaba y saltaba; soñaba que practicando mucho, algún día lejano saltaría tan alto tan alto, que podría alcanzar la luna y las estrellas con las manos.
Por las noches, desde la oscuridad del patio de la vecindad donde vivía con su tía Carlota, le gustaba levantar la cara al cielo y permanecer largo rato contemplando la belleza serena e inconmovible de la luna, la titilante luz de infinidad de estrellas que alumbraban el firmamento y seguir acariciando la insensata idea de que estirando los brazos, las alcanzaría.
Saltar, era una pasión como cualquier otra; pero en Pablo, la voluntad, la fe inquebrantable y la práctica constante, fueron obrando milagros. Pronto alcanzó con sus saltos hasta el techo de las casas; luego, las copas más altas de los árboles frondosos; más tarde, la azotea de enormes edificios de varios pisos; cuando sus saltos alcanzaron la altura de los grandes rascacielos de la ciudad, intuyó por fin que saltar le concedía libertad, la oportunidad de hacer algo único y extraordinario que lo diferenciaba de los demás. Estando allá arriba, el tiempo parecía detenerse; su cuerpo se volvía ingrávido, etéreo, vaporoso, y él era libre para soñar y creer.
Para las sesiones de salto, se alimentaba y preparaba física y mentalmente: hacía ejercicio, algo de yoga; una dieta casi vegetariana lo mantenía en las condiciones perfectas para saltar. Y nunca perdía la fe en su propósito esencial: saltar cada vez más alto. Cuando se dio cuenta, sus saltos alcanzaban ya las nubes; los pájaros en vuelo se asustaban al ver invadido su espacio por aquel ser humano de prácticas tan poco ortodoxas y dotes saltarinas portentosas. Ahora usaba para respirar con comodidad, un tanquecito muy ligero de oxígeno, porque allá en las alturas la atmósfera se enrarecía y le dificultaba respirar. Tenía buen cuidado también de no atravesarse en la ruta de los aviones, para no entorpecer su vuelo; pero sobre todo, para no quedar hecho picadillo por alguna hélice traicionera.
Recién había cumplido los veintiuno y estaba prácticamente solo. No conoció el afecto de sus padres: su madre murió al darlo a luz, y el padre, entristecido por ello, la siguió un año más tarde, a pesar de la necesidad de cariño que Pablo demandaba. La tía Carlota, hermana de su madre, lo recogió y crió como si fuera el hijo que ella nunca tuvo.
Las sesiones de salto lo ocupaban varias horas al día y eran por supuesto sus horas más felices. El tiempo restante lo repartía entre un trabajo de medio tiempo en una imprenta y en leer, actividad que lo transportaba a mundos mejores que el cotidiano.
A menudo, se planteaba el problema de que si lograba salir de la atmósfera, saltando, en el espacio no habría oxígeno ni regreso posible, lo único que lo esperaba de tal salto, era la muerte. No le preocupaba ni asustaba morir, por lo único que sentía más bien pena, era por su tía Carlota, por lo sola que ella se quedaría.
Se dio tres meses de plazo para intentar el gran salto, si lo hacía con la fuerza suficiente quizás lograra llegar hasta la luna y pisar en ella. Y vivir, cuando menos lo que durara la cantidad de oxígeno de su tanquecito. Cumplido parte de su sueño, morir después no importaba ya tanto. No era un pájaro (¡pero cómo le hubiera gustado serlo!), no tenía alas, no podía volar, pero sí saltar. Y ello, era tan bueno como volar.
La tarde anterior al día del gran salto le ganó la nostalgia y caminó por las calles medio solitarias, observando la vida cotidiana del barrio, la que ya no vería nunca más. Llego al parque cercano a su casa y se sentó en una banca a meditar sobre su aventura del día siguiente. Tan concentrado estaba con ello, que apenas si oyó cuando una voz dijo: “¿puedo sentarme aquí?” Respondió mecánicamente que sí.
Era una chica, y además, preciosa. Nunca les había hecho demasiado caso, ocupado principalmente en saltar; pero esta vez era diferente, tal vez la única oportunidad que tendría para tratar con una. Olvidándose un tanto del día siguiente comenzó a platicar con ella. Aquella niña tan agradable dijo llamarse Gabriela y pronto, se encontró riendo con ella como si fueran dos viejos amigos.
- Yo estudio para sicóloga. Y tú, ¿qué haces?- dijo ella.
- Salto.
Fue tan simple la respuesta que Pablo, se maravilló de tal sencillez.
- ¿Saltas?
- Sí.
Le platicó a Gabriela de su apasionado deseo de alcanzar la luna y las estrellas con un salto.
- Eso es imposible, eres un loco, un soñador, un mentiroso-, se rió ella.
Pablo decidió que la niña le gustaba mucho y que le encantaría verla de nuevo.
- ¿Podemos vernos mañana?
Ella aceptó.
Pablo pensó que podía posponer unos días el gran salto, para disfrutarlos con la compañía de Gabriela.
A partir del día siguiente continuó encontrándose regularmente con ella por las tardes. Paseaban por el parque y él le platicaba con pasión sobre los saltos. Ella lo escuchaba, pero sin creer gran cosa de lo que decía. Él no se atrevía aún a llevarla para que lo observara saltar; había una extraña reticencia por parte de Pablo para hacerlo.
Platicaban de tantas cosas, que poco a poco, Pablo dejó de hablar constantemente de los saltos y conversaban también de literatura, del tiempo, de los vecinos, de la madre de Gabriela, de la tía Carlota, de Sicología, y se reían, se reían mucho.
Por las mañanas muy temprano, Pablo seguía saltando; luego se iba a la imprenta y veía a Gabriela por las tardes; su anhelado sueño de dar el gran salto hasta la luna y las estrellas, ya no le causaba la misma emoción; ahora, le parecía un tanto viejo, disparatado, y ya no tan importante.
Finalmente, un día cualquiera paseando por el parque, tomó por los hombros a Gabriela y le dijo que la amaba. Ella, le respondió besándolo en los labios.
Despacio, el sueño del gran salto se fue quedando atrás; Pablo seguía saltando, pero ya no quería alcanzar la luna ni las estrellas con sus manos. Tampoco llevó nunca a Gabriela para que lo mirara saltar. Cuando paseaba con ella por el parque, abrazándola de la cintura y se miraba en sus profundos ojos negros, le parecía estar viviendo en el mismo cielo. Y cuando la besaba en los labios, tenía la certeza de haber alcanzado ya, no solamente la luna y las estrellas, sino la eternidad del Paraíso.
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