Era ya la hora nocturna de retirarnos de la esquina. Y éramos más los que seguimos por mi ruta. Caminábamos cansados por haber agotado las energías en charlas interminables de adolescentes locuaces. E íbamos por la acera de la derecha, justo a la mitad de la cuadra, cuándo tres músicos que bajaban por la calzada opuesta, se pararon frente a una oscura vivienda.

Entonces, el güirero bajó de su hombro derecho un banco que de inmediato ocupó el tamborero. Mientras que de igual modo, el acordionista deslizó por su espalda otro asiento que él mismo usó, antes de terciarse su instrumento. Pero y sin que antecediera el conteo de rigor, el fuelle impulsó los primeros acordes, seguidos con euforia por la tambora. Luego, pasados dos compases, el rasgueo de la güira y la voz de su ejecutante trinaron.

¡Una serenata merenguera! Asombrados comentamos los chicos que nos detuvimos al otro lado de la calle. Y pasó el primer número y marcaron el segundo y el tercero. Y desde la casa objetivo, sin iluminación externa e interna, nadie dió señal de vida. Por lo que apacibles contamos hasta la décima pieza musical, sin que algo de adentro alterara lo que se hacía afuera. Hasta que el gigantesco reloj municipal nos recordó el tiempo: ¡la una en punto de la madrugada!

Lo cual nos forzó a 'romper la taza'. Sin que en los dormitorios de nuestras casas, dejáramos de recibir el barullo que salía de la fiesta más sospechosa que jamás nos había tocado presenciar.