Espero.
Sé que están al caer.
Espero.
Escribo para no dormirme.
Espero.
Desde este aguantadero en Constitución, con gritos que nadie oye. Pero que el viento trae a mí desde los escombros de la cárcel de Caseros. Entremezclados con los aullidos de la plaza Florentino Ameghino, donde todavía los espíritus de los que ahí enterraron cuando la epidemia de fiebre amarilla se meten en los indigentes que fermentan junto a las estatuas. En los estómagos podridos de los enfermos del hospital Udaondo. En los agujeros en el pecho y las piernas de los que pasean su SIDA después de rezarle a quien sabe qué médico en el Muñiz. Los oídos me tiemblan por el murmullo de los baleados que todavía esperan sentados en la guardia del hospital Penna. Aguardan y tientan a los que les molesta una caries o el piedrazo en la cabeza que les cayó desde la platea visitante de la cancha de Huracán. Les dicen a esos mismos que se sientan en las butacas de la guardia que sólo necesitan un cuerpo para volver a intentarlo. Que por qué no dormitar ahí un rato, salir a dar una vuelta por los quirófanos mientras ellos, con los pedazos de huesos del cráneo en la mano, la sangre bañándoles la nuca, prueban qué es eso de volver a estar vivo por un rato más. Tomarse un vino y morder la carne, sacudir el semen adentro de otra sobrina, ahogar con un trapo mojado a la vieja que no suelta el mango para comprarle un viaje al que pasea los perros en la esquina.
Porque ellos saben quién puede salir a pasear y quién no. Acechan a cada momento que alguien cierra los ojos. A mí me descubrieron de pendejo, cuando en las siestas empecé a estar despierto pero con el cuerpo dormido. Cada vez que intenté gritar, moverme hasta volver a ser yo, los noté cerca. Sentados a mí alrededor. Algunos sobresaliendo de las paredes. Las burlas empezaron la primera vez que pude ponerme de pie. Y me vi ahí, de costado, tapado casi hasta las orejas porque otra vez el invierno había caído duro en Sierra de la Ventana. El frío nos había sorprendido sin plata para la leña y los troncos que robábamos al vecino nunca alcanzaban para pasar la madrugada. Los que creí duendes sentados sobre mi pecho cada noche, trabándome desde los hombros para que no me levante, desde que había terminado el jardín de infantes, no eran más que esos niños que cada año, descuidados por los padres, aparecían dos o tres pueblos después arrastrados por las aguas del Sauce Grande.
Una noche ya no fueron niños. Las risas a mi alrededor dieron lugar a los peores insultos, al relato del día a día de mi hermano mayor pasándole la lengua a la bombacha recién sacada de mamá. A papá dándole con el canto del hacha al quinto perro que habíamos intentado meter en casa. Al abuelo contándole en voz baja a papá cómo se marchitaban los pezones de las embarazadas que había quemado en Puerto Belgrano. Abuelito dime tu, abuelito dime tu: ¿Cuál fue la vocal que más pronunciaban esos muertos de hambre a los que les diste máquina en el ano mientras escuchabas a todo lo que da El Rotativo del Aire? Abuelito jactándose de que a mamá le dio una verdadera vida, que la sacó de una gorda que todavía respiraba aunque la rata que le habían metido hasta el útero ya se había masticado parte de la placenta. Salvada por la rata obstetra, abuelito dime tu, te escuché decir antes de empinarte la sidra de fin de año.
Ellos sabían todo y cada vez que me ponía de pie al lado de mi yo dormido, no se contenían en repetirlo. No sé si sabías, pero la noche en la que te hizo, papá estuvo dándole bien duro a tu vieja por el culo antes de la enlechada creadora. Por eso vos sos una mezcla de guasca y mierda, decían. Mamá con una mano te sostenía para darte la teta y con la otra se frotaba la argolla porque tu chupa-chupa la calentaba. ¿Te acordás de esa vez que tu hermano te bajó el pantalón? ¿Cuándo te ponía en la posición de perrito? ¿Qué sentías cuando te la apoyaba? Con nadie podía hablarlo. Ellos sabían mi hora de la siesta, el momento que daba vueltas en el colchón toda vez que me doblaba el cansancio de la noche. O, ya en el colectivo que me trajo a Buenos Aires, el instante en el que iba a cerrar los ojos. Ahí fue cuando empecé a hablarles. No querían todo. Sólo estar un rato adentro mío.
Siempre igual. Esperaban a que me duerma. Empecé a contestarles una madrugada que salí a verme en el espejo. Siempre tuve la curiosidad sobre cuál sería mi forma, qué se reflejaría, si el cuerpo ya no estaba conmigo. Los encontré atentos a otra cama. Recuerdo cómo empezó: primero abrí los ojos estando todavía acostado. Después, el gesto involuntario de querer hablar a través de una boca que permanecía dormida. La dificultad para levantarme pese a que no había nadie clavándome los hombros al colchón. Pude sentarme. Apoyar los pies en el suelo. Tenue, el sol amagaba comenzar a filtrarse entre las ranuras de la persiana de madera. En ese lapso pensé en el espejo nuevo, colgado en el pasillo al que daba la habitación de María, muy cerca del cuarto de mis viejos.
Ya de pie, esperé verlos como tantas otras veces. En la habitación sólo deambulaba mi hermano mayor. ¿Qué pasa, boludo?, me saludó. Después, como cada vez, bajó la cabeza para mirarse. Le preocupaba no tener la pija más grande. Nunca dejás de ser vos, le respondí. Caminé rumbo al espejo que tanto me intrigaba. Tres pasos antes del vidrio, un murmullo ahogado me hizo girar la cabeza. De sus bocas colgaba una baba que, sin mojar, escurría sobre la almohada de mi hermana. Dormía boca abajo. María. Uno de ellos escurrió su mano de uñas resquebrajadas, verdes de moho, bajo la sábana. Todavía no sabe que puede, dijo a quienes lo acompañaban. Otro se puso de rodillas y hundió la cabeza entre las piernas separadas de esa nena camino a la adolescencia. Tiene la telita entera, hasta con el olorcito agrio de las que esperan el estreno, río, sin apartarse de la piel de María. Tampoco sabe lo que puede hacer con ese culo. Dejame que se lo haga notar, dijo un tercero. Lo vi sentarse, abrir los muslos, sobre la espalda de mi hermana. Pasárselo duro a través del camisón. Lo vi gotear. Alguien corrió la sábana. La bombacha a un lado. La cola apenas abierta. Lo ayudaron hasta que estuvo cerca de la vagina, que apenas si tenía sus primeros pelos. Si se moja, se despierta. Y nos jodemos todos, rezongó alguien. María se movió cuando algo subió desde sus labios vírgenes hasta el agujero del culo. Algo húmedo pareció traerla de vuelta del sueño profundo. Fue en ese momento que se dieron cuenta que yo estaba ahí. Todo fue correr mientras uno de ellos se dejaba caer del techo y el que parecía más ágil trató de alcanzarme reptando por las paredes. Mi hermano lanzó su mejor carcajada cuando me arrojé sobre mí mismo en la habitación. Todavía reía cuando, finalmente, logré despertar.
Ese primer encontrarlos con María fue lo que me dio el valor para comenzar a hablarles. Antes de eso, otro casi amanecer, los ubiqué rondando a mamá horas después de una cena en la que el abuelo había reiterado eso de que la picana eléctrica previene las arrugas. La vieja dormitaba en desabillé en uno de los sillones ubicados frente a los ventanales de casa. Desde ahí se podía ver el patio delantero, los pinos, el cerco de romero, que se entrelazaban a lo largo de 25 metros hasta la vereda de perejil guacho y la calle de piedras sueltas. Se había dormido. No se inmutó cuando uno de ellos comenzó a lamerle las mejillas. Tampoco cuando otro buscó con los labios sus pezones debajo de la tela. En sueños, mamá empezó a respirar pesado. Bajó una mano hasta el calzón que le habíamos regalado en otro Día de la Enfermera. Deslizó dos dedos en punta hasta esos pliegues que arrojaron al mundo a mis hermanos y a mí. Se los llevó a la boca una vez que los sintió espesos, pegajosos. Sin siquiera abrir los ojos. Siguió mojándose las uñas en su flujo hasta que papá, levantado de imprevisto, le separó las piernas y agachándose un poco la penetró de un tirón. Después nos toca a nosotros. Ellos me hablaron a mí. Huí del comedor de casa cuando se colocaron detrás de papá y comenzaron a acariciarle la cadera, a seguirle con un dedo la raya del culo desnudo. El viejo, mientras tanto, resoplaba fuerte con el calzoncillo a la altura de las rodillas.
La siguiente madrugada, dormido el cuerpo pero bien consciente de la situación, decidí esperarlos. Otra vez, sentado en la cama frente a la mía, mi hermano se escudriñaba un cuerpo que no terminaba de entender. Te andan buscando, dijo en un momento. Esperalos. Reconocí de inmediato al primero que entró en la habitación: era el hermano del abuelo, quien lo había secundado en sus trabajos en Puerto Belgrano. Tenía la carne de las pantorrillas marcadas con costuras y el lado izquierdo del pecho no era más que un agujero sanguinolento del que sobresalía un pedazo de metal oxidado. Las esquirlas de la bomba que lo había asesinado seguían ahí. Desnudo de la cintura para abajo, sobre los hombros colgaban tiras de lo que había sido su chaqueta para los desfiles militares. El segundo que se paró junto a mí no era más que una mancha oscura, una sombra que me igualaba en altura. Sin rostro. En otro reconocí al dueño de la fábrica de diamantes industriales del pueblo. Varios años antes había baleado a su esposa y el amante con un fusil para cazar elefantes. El último tiro se lo había reservado para él. Un cráter le ocupaba la nuca ahora.
Los escuché. Dijeron que todo podía parar si los dejaba. Si les permitía. No más alrededor de mamá. María estaría bien. De papá se olvidarían. Nada volvería a pasarles siempre y cuando los dejara. Aunque sea un rato. Algunos días. Ahí fue cuando empezó lo de los animales. El perro vagabundo que acaricié largo rato antes de empujarlo barranca abajo. Todavía escucho las puñaladas de sus propias costillas atravesándole el cuero tras rebotar contra las orillas rocosas del Sauce Grande. La tarde de los gatos ahorcados en el puente del ferrocarril, con esa tanza para pescar que el viejo dejó de usar cuando empezaron a llegar los hijos y ya no hubo tiempo ni plata para ir por los tiburones cerca de Bahía Blanca. Las yarará que solté en el arenero del jardín de infantes. Ellos decían que nadie me veía. Que los dejara jugar. Que me cuidaban. Cuando supieron que venía para Buenos Aires, dijeron que irían adonde fuera. Mi última madrugada en el pueblo pasó a los forcejeos con mi hermano mientras los tres le hacían una última visita a María.
Ahora ya saben lo que voy a hacer mañana. Por eso espero. No tengo que dormirme. Nada más que eso. Espero porque lo de esta noche sé que fue imperdonable. Escribo iluminado por el único foco sano que le queda a esta cuadra. Miento paciencia, tranquilidad, mientras estoy tirado en esta casa abandonada, derrumbada en el frente salvo la puerta de chapa y sus vidrios rotos. Parapetado al final de la escalera de cemento que lleva a la planta alta de lo que fue, imagino, una pensión de estudiantes. Confundido en la noche por el tizne. Ahogado en el humo que todavía sale de mis pulmones. Pero, aunque pueda no parecerlo, satisfecho. Porque al fin, aunque ellos creyeron que jamás ocurriría, lo había entendido todo. Y actué en consecuencia.
A poco de instalarme en Buenos Aires, comenzaron a presentarse de madrugada como pasaba en Sierra de la Ventana. Los vi merodeando a los compañeros de habitación con los que conviví durante varios meses en un dos ambientes sobre la calle Pichincha. Siempre al pie de las camas. El hermano del abuelo. La mancha. El dueño de la fábrica de diamantes. Una madrugada en la que los rayos que caían sobre las antenas de Balvanera hacían temblar las paredes del departamento, volvieron a hablarme de María, de mamá. Abrí los ojos, me senté en el borde del colchón para contemplarme dormido, y ahí escuché con claridad eso que la mancha tenía para decirme. Tu hermanita acaba de manchar la camita, pronunció. Mañana estará emocionada porque le vino por primera vez. Y tu mami. Tu mami. Si sigue pasándose la Prestobarba por la conchita un día los canutos le van a sacar el ojo al remisero que se la monta cuanto no está tu papá. Creo que todo lo que pronunció motivó lo que vino después. Volví a decir que haría lo que quisieran con tal de que paren.
Pero todavía no me querían por completo. La propiedad total de lo que soy es algo que les interesa hoy. No antes. Comenzaron yendo por los crotos desparramados por Once a las tres de la mañana. Era cuestión de esperarlos cada medianoche. A veces, el hermano del abuelo. Otras, el dueño de la fábrica de diamantes. La mancha negra, a la que nunca le pude adivinar siquiera un rasgo, era la que más terror me provocaba. Cada una de las veces temí no volver a recuperar mi cuerpo. Que no me dejaran regresar siempre que les cedía eso que se ve. Eso que soy. Tanto odio, tanta violencia en los parques, no hizo más que angustiarme toda vez que volvía la oscuridad. Mañanas de pies marcados por el barro, vidrios desdibujados a través de la piel de los talones, nudillos pelados y coágulos a veces frescos, titilantes, de sangre que no era mía. Anochecer y una brisa soplándome por dentro como aviso de que llegaban. De que debía hacerme a un lado de mi propio cuerpo. Después apareció el primer cráneo, envuelto en una sábana. No tenía nada de carne. Mugriento de hojas pegadas al hueso. De lo que debió haber sido la nariz colgaban unos pelos gelatinosos. Entendí que eran nervios. Lo que quedaba. Cuando uno de mis compañeros de departamento me preguntó el por qué de los pies lastimados, tatuados de tajos y moretones, entendí que tenía que mudarme.
Terminé en una pieza con terraza en Parque Patricios. Las osamentas de cada uno de sus paseos empezaron a acumularse en la heladera, la alacena siempre infestada de cucarachas, el horno roto de la cocina. Adormecí mi desesperación pensando en María, en mamá. Huesos y sangre salpicada en el colador de los fideos. Huesos en el cajón de las zapatillas mugrientas. Huesos entre toallas enroscadas. Los encabezados del diario La Razón en la boca de los subtes. Otro indigente muerto y sin una pierna. Viejo sin cabeza en las vías del San Martín. Alguien que llega, arrastrándose, a la guardia del hospital Rivadavia a los gritos porque le habían arrancado todos los dedos de una mano. Una noche me explicaron. Entre risas, ellos dijeron que había otros hombres que les permitían hacer lo que yo. Que también podían meterse en los niños. El hermanito que ahoga a la beba recién nacida en la bañera. El que dispara a la mesa de la familia comiendo con la pistola de mamá policía. El que prende un fósforo y lo tira sobre el acolchado mientras papá duerme la siesta.
Pero los chicos hacen cosas de chicos. Los grandes son mejores. Y ahí comenzaron a hablarme de los lugares donde encontraban los cuerpos que necesitaban. Los lugares antiguos. Los cementerios. Los hospitales. Las veredas de las iglesias. Ahí donde la gente sufre, se muestra vulnerable, empuja puertas malditas hacia lo que no conoce por mera desesperación. Ahí están ellos. Aunque nunca solos. Tenemos competencia, se quejaron. Deambulando entre los cuerpos en movimiento, forzando el roce con una y otra piel para ver quién tiene la misma habilidad que yo. El don. Como el hermano del abuelo, la mancha, el dueño de la fábrica de diamantes, los otros eran igual de crueles. Todos detrás de lo mismo: volver a estar vivos aunque sea un momento. Ya sabemos, en estos días, dónde buscar más candidatos, me dijo una vez el hermano del abuelo. Hay un lugar, una noche, donde la maldad se exhibe, se celebra. Un momento en el que los espíritus más repugnantes son bienvenidos, puestos a admirar. La mancha oscura trotó pegada al techo mientras el viejo pronunciaba en mis oídos todo el resentimiento que permitía su voz espantosa. Los museos, dijo, cortante, el dueño de la fábrica de diamantes. Y mañana, siguió el hermano del abuelo, todos se juntarán en esos lugares. Grandes y chicos, alabando lo que ya fue en esos santuarios de la desgracia. Pagando una entrada para contemplar la muerte evocada. Es en ese morbo donde vamos a encontrar a los nuevos. Los que son así, como vos. Para que nos ayuden a volver a ser, pero siempre de la peor forma posible.
Fue el instante en el que me cayó la certeza. Nada concluiría conmigo. Y mi destino de madrugadas yendo a despellejar muertos de hambre; esos hombres y mujeres dormidos a los que les corté la garganta y vi gotear hasta que se secaron, a los que serruché despacio con el cuchillo de la manteca para llegar al hueso, los chicos de la calle que me dejaron lamerles los huevos, la conchita lampiña, el agujerito del culo mal limpiado, antes de terminar ahorcados, no harían más que multiplicarse a la par de otros tantos haciendo lo mismo en las penumbras de Buenos Aires. Cientos como yo. Dominados por el peor de los espantos. Rehenes del daño probable a nuestras personas más amadas. Sin otra opción más que la de prestar nuestros cuerpos para que ellos lleven a cabo las atrocidades más espeluznantes. Mientras, alrededor de todos, los huesos no dejan de apilarse. Volviéndonos instrumentos mudos de un mal destinado a perdurar más allá de nuestra propia carne.
Por eso quemé todo.
Esperé el momento, la gente reunida en otra noche de ronda por los museos. Como cada año. Multitudes celebrando lo que fue. Ansiosas por revivir tragedias, masacres, retratos del dolor. Y yo ahí, consciente de que entre risas y comentarios estaban ellos. Chocándose a este. Acariciando a aquel. Viendo quién sí y quién no. Aspirantes a diablos dejando caer sus babas sobre las entrepiernas de minifalda y los hombres meando en los mingitorios. Probándolos desde la cercanía más peligrosa. Adivinando sus adentros. Por eso acabé con algunos de los lugares donde ellos eligen. Hice cenizas todo lo que pude. Las llamas terminaron, también, por liberar a aquellos que nunca supieron que estaban siendo evaluados. Marcados para el día de mañana sufrir lo mismo que yo. Todos pobres desgraciados. Unos y otros. Conmigo incluido.
Ahora, mientras escribo y espero, atrincherado, el pánico me mantiene temblando. No puedo dormirme. No debo dormirme. Lo de hoy, lo que hice hace apenas unas horas, no es más que el último clavo de mi cajón. Firmé condena con el primer fuego. Sé que si vuelven a entrar en mí, ya no podré regresar. Claro que lo intentarán hoy: saben qué es lo que pasará mañana si no me frenan. Me ocuparé de los hospitales, sí. El fuego para redimirlo todo. Pero para lograr eso, necesito pasar despierto esta madrugada. Si me duermo y ocurre lo de siempre, bastará con que me mueva un centímetro de mi carne para perderlo todo. Ahora mismo escucho un ruido. Viene de abajo. Un vidrio roto, imagino que de la puerta de chapa de la entrada, me avisa. Conmigo ya se permiten golpear las cosas como si estuviesen vivos. No disimulan los pasos atravesando lo que, imagino, fue un salón comedor o de fiestas en esta casa derrumbada en varios tramos. Ya escucho las voces al pie de la escalera. Parece que dudan. Sentado en el piso, enrollo las piernas y me aprieto contra la pared. Un haz de luz, dos, se elevan para dividir la negrura. Oigo cómo suben los primeros escalones. Los pies muertos, pesados como macetas, afirmándose en el cemento. Aprieto la lapicera contra el papel. No puedo dormirme. No debo dormirme.
Al llegar arriba, a sólo unos pocos pasos de mí aunque todavía sin verme, los escucho gritar. Primero uno. Después, todos. ¡Policía! ¡Policía! Pero yo sé que son ellos. Para mí ya no hay teatro que valga. ¡Policía!, vuelve a rugir uno. Estoy seguro de que es el dueño de la fábrica de diamantes. Quieto ahí, me dice. Y yo sonrío sin dejar de escribir. Levantate despacio, la puta que te parió, dice. Lo mío ya es una carcajada. Antes de ponerme de pie, alcanzo a completar una última línea en el papel. Se te acabó, loquito, murmura el hermano del abuelo. No hacía falta el disfraz de milico. Pero entiendo que es su juego. De vuelta en el piso, boca abajo, mientras la farsa de las esposas me atenaza las muñecas, pienso en que no cumplí con lo último que me había prometido. Cómo no pude, murmuro. Pero, igual que el Cristo de huevos capados en la cruz, el diablo también obra de manera misteriosa. Es evidente que no pude. Debo haberme quedado dormido.
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