Cuando atravesamos aquel país un miedo inexplicable se apoderó de nuestros hombres. Sólo nos sentimos a salvo al abandonar un bosque que en recorrerlo invertimos más de quince jornadas, una detrás de otra. Aullidos nocturnos y toda suerte de indicios de encontrarnos cerca de animales poderosos amedrentaron nuestros espíritus hasta el punto de que cuando vimos el claro respiramos aliviados. Si éramos envestidos por algún uro, o alguna manada de lobos se atrevía con nosotros, al menos podríamos intentar defendernos al ser visibles sus movimientos.
Por otro lado, no había vuelta atrás. Aquel bosque gigantesco era una barrera infranqueable psicológicamente para todos y cada uno de nosotros. Un bosque tan tupido que apenas se podía distinguir el día de la noche. En adelante nuestro país sería delimitado por los propios confines del bosque. Nadie en su sano juicio se aventuraría a seguir aquel camino, haciendo de barrera y frontera, bastante segura. Sólo nos faltaba- ya que no territorio- arrastrar algo del pasado para tener una tradición, algo que nos uniera más allá del miedo. Algo que lo ahuyentara. Cuando hicimos cuentas, sólo diez mujeres permanecían vivas. Íbamos a ser un pueblo sustentado en sólo diez hembras. Tampoco era que las triplicáramos en número, pues uno a uno habíamos ido cayendo por el camino, víctimas del hambre, del cansancio, de las enfermedades, y de los osos. Pero allí estábamos en mitad de aquella tierra feraz- un tanto septentrional y fría, pero nuestra. Aquellas inclemencias, con suerte, nos habrían de dejar tranquilos. Pensamos.
Sin embargo, nuestras esperanzas se demostraron infundadas, pues alguien, hacía mucho tiempo, quizá, había tenido la misma idea de atravesar el macizo montañoso y después el amplio bosque. Lo que nos puso entre el bosque y sus flechas. Retrocedimos. En adelante seríamos el país del bosque. A mitad de camino, cuando dimos con el primer riachuelo- sobre la mitad del bosque-, estábamos tan exhaustos que seguir posiblemente representara la muerte. Nuestras últimas energías las empleamos en serrar los árboles. Una tras otra fueron cayendo aquellas moles. Con los troncos hicimos cabañas y con sus ramas nos calentamos. Agua había suficiente. También peces. Cuando estuvimos suficientemente fuertes, pensamos en ampliar nuestras fronteras- siempre dentro del bosque. Descubrimos que todos los inviernos manadas de unos ciervos gigantes- cuya visión se abría por primera vez a nuestras vistas- atravesaban el bosque con dirección al sur. Nuestro pueblo sabía salar carne y hacerla comestible, por tanto, por meses. Cuando nos sentimos seguros empezamos a cazarlos. Su carne, ahumada, resistía lo suficiente como para olvidar durante un tiempo que comíamos sólo peces. Peces y bayas del bosque. Empezamos, con ello, a crecer, a hacernos fuertes. Al invierno siguiente vio la luz nuestro primer hijo del bosque. |