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La corriente de la vida había vuelto a fluir con su ímpetu acostumbrado. Una vez pasada la pandemia, las empresas y los comercios supervivientes habían recobrado su actividad habitual. Los ciudadanos habían vuelto a frecuentar restaurantes, bares y cafés. Los más pudientes y los más rumbosos se daban incluso el capricho de asistir a teatros, conciertos y espectáculos deportivos. Es verdad que no se había producido la explosión de alegría, riqueza y creatividad que algunos, en un claro ejemplo de pensamiento desiderativo, habían pronosticado; y es verdad también que el sufrimiento y la desdicha compartidos a lo largo de tres inacabables años, que más bien parecieron tres decenios, no habían hecho mejor absolutamente a nadie, en contra de lo que las almas más bondadosas y más desconocedoras de la esencia del ser humano habían vaticinado; pero la simple recuperación de la vida anterior al desastre, de la vida normal y corriente, era motivo de dicha y júbilo para el común de los mortales.

Aquella mañana de domingo la dediqué a mis pequeños placeres recién recuperados: desayuno con pulguita de jamón y zumo de naranja, carrerita por el cercano Parque del Retiro, ducha de agua caliente (todo lo caliente que fuera posible siempre que no me quemara), algún pequeño avance en la escritura de mi nuevo libro, lectura del periódico mientras daba cuenta de mi habitual “desayuno episcopal” en La Cafetería del Barrio… Lo dicho: pequeños placeres cotidianos. El “desayuno episcopal”, para quien no lo sepa, consiste en una taza de chocolate calentito y unos deliciosos bizcochos de manzana y canela. Mientras leía las noticias del periódico al compás pausado con que ingería mis bizcochos empapados de chocolate (el ritmo lento es muy importante en este tipo de cosas), no sólo mi vida entera, sino toda la vida en general empezó a cobrar sentido.

El plan vespertino consistió en ir al cine con mi amiga Isabel. Decidimos por mayoría absoluta (también por mayoría relativa y por unanimidad) que la mejor opción era “El buen patrón”, de Fernando León de Aranoa. Los augurios no podían ser mejores: la película había cosechado 20 nominaciones a los Goya. Sin embargo, nada más salir de la sala de cine, pude leer claramente en sus gestos que a mi amiga no le había convencido lo que había visto. A mí tampoco. Nuestras opiniones coincidían casi punto por punto. Era una buena película, desde luego, una película hecha con oficio, desde luego, pero poco más. A mucha distancia quedaba el altísimo nivel alcanzado por Fernando León en sus mejores obras, como “La Familia” o “Barrio”. Ambas, de un humor negro casi insuperable. En “La familia”, un señor contrata a una compañía de actores para que se hagan pasar por su familia y celebrar con ellos el día de su cumpleaños. La mejor escena de “Barrio”, la que se queda grabada con más intensidad en la memoria de los espectadores, es aquella en la que un joven empleado de una pizzería de entregas a domicilio coge el metro (no le da para más su maltrecha economía) para realizar sus desplazamientos, mientras lleva siempre consigo un casco de moto para aparentar que dispone de vehículo propio, como le exige su contrato laboral. Mientras comentábamos la película, dirigimos nuestros pasos, casi de forma automática, hacía nuestro restaurante favorito, “La china poblana”. Allí nos echamos al coleto unos chiles en nogada de los que hacen época. En la sobremesa conversamos sobre esto y sobre lo otro, sobre lo divino y sobre lo humano, y terminamos la noche más amigos todavía de lo que la habíamos empezado. Si hubiéramos sido adolescentes, habríamos hecho un juramento de sangre pinchándonos los dedos con un alfiler. Afortunadamente, ya no lo somos.

Ya de vuelta en casa, caí en la cuenta de que a esa hora, más o menos, habían tenido lugar durante mucho tiempo las reuniones semanales de Zoom de mi grupo de amigos autobautizado como “Los viejos roqueros nunca mueren”. Me pregunté qué sería de ellos. Desde hacía tres o cuatro meses, desde que la pandemia había dejado de ser letal y había concluido el tristísimo recuento de fallecidos y hospitalizados, había perdido todo contacto con el grupo. Durante el periodo de confinamiento e incluso durante las sucesivas olas de contagio posteriores al mismo, mi cita semanal con los roqueros había supuesto para mí una verdadera inyección de camaradería, casi de fraternidad, pero, una vez superada la pandemia, me parecía que aquello había dejado de tener sentido. Me entró la curiosidad de saber si, por un motivo u otro, se seguirían celebrando todavía aquellos entrañables encuentros cibernéticos. Cogí el ipad y… bingo. Una convocatoria de reunión llevaba veinticinco minutos esperándome.

- ¡Hola chicos! ¡Cuánto bueno! Veo que seguís con estas maravillosas reuniones.

Remigio, el principal solista del grupo, tomó la palabra:

- Por supuesto. ¿Por qué habríamos de dejar de tenerlas? Lo que no sé yo, lo que no sabemos ninguno de nosotros, es por qué llevas tanto tiempo desaparecido. La verdad es que no lo entiendo.

El tono de acritud de sus palabras me pareció fuera de lugar. Mi respuesta tampoco fue el colmo de la diplomacia:

- No sé. ¿Quizá porque la pandemia ya ha terminado? ¿Será por eso quizá?

Mi amigo no quiso ir al choque e intentó apaciguar un poco los ánimos:

- Ya lo sabemos. ¿Crees que no vemos los telediarios? Pero, ¿sabes qué? Aquí, en estas reuniones, nos encontramos mejor que en el mundo exterior. Y no lo digo sólo por los virus. Ahí fuera puede pasar de todo. Y cuando digo de todo quiero decir de todo. Todo lo bueno y todo lo malo. Aquí dentro, sin embargo, no nos puede pasar prácticamente nada malo. Aquí tenemos la situación bajo control. Aquí no se nos puede caer una maceta en la cabeza. Ni podemos ser blanco de un acto terrorista. Ni siquiera podemos ser víctimas de desconsideraciones o malos tratos verbales. Aquí, en este reducido y selecto grupo de amigos, todos nos llevamos bien, y, lo que es más importante, todos somos buenas personas. Así que nos dedicamos a hablar distendida y cordialmente de música, arte, cine, teatro, danza, series de televisión... ¿Se te ocurre un plan mejor? A mí no, la verdad… De hecho, estamos intentando convertir estas reuniones semanales en reuniones diarias. ¿Cómo te quedas?

La verdad es que sus palabras me dejaron estupefacto. Estaba claro que, por mucho que le hablara de las virtudes del contacto físico y de la vida al aire libre, no iba a cambiar de opinión. Ni él ni nadie del grupo. Así que opté por preguntarle sobre los asuntos que habían tratado esa noche. Esto fue lo que me respondió:

- Como aperitivo hemos hablado sobre las similitudes y diferencias entre la forma de bailar de Nijinsky y de Nureyev. Y a continuación hemos tenido un acalorado debate sobre las bondades de la música dodecafónica. No sé tú qué opinas de la música dodecafónica. Con lo clasicorrro que eres, seguro que consideras que desde Mozart no se ha hecho nada digno de interés.

- Ya sabéis que yo no soy muy melómano que se diga. Mejor hablamos de otras cosas.

- Bueno, vale, ¿viste ayer un programa en la tele sobre los preparacionistas?

- ¿Los preparaqué?

A mí no me sonaba nada aquello de los preparacionistas. Sin embargo, todos ellos habían visto el programa. Remigio me puso al corriente:

- Son un movimiento social surgido en Estados Unidos que piensa que en cualquier momento, de un día para otro, se va a desatar el Armagedón. Y consecuentemente intentan adelantarse a los acontecimientos, estar preparados para todo tipo de emergencias. Sus integrantes asisten a cursos de medicina y defensa personal, y hacen acopio de grandes cantidades de agua, alimentos y medicinas. Hay preparacionistas en todos los países. También en España, ya te lo digo yo. Lo que pasa es que intentan pasar desapercibidos. Ésa es su primera regla. Y lo es por la sencilla razón de que, cuando se produzca la tan temida como esperada crisis, lo primero que harán los saqueadores es intentar robarles lo que ellos han almacenado con tanto esfuerzo y sacrificio.

- Ya veo. Al parecer, son gente muy temerosa y desconfiada. Supongo que también habrá preparacionistas que se preparen para un posible ataque nuclear, ¿no?

-Sí, por supuesto. Y construyen búnkeres y todo. Ahora que digo yo: si una guerra nuclear destruye todo tipo de vida en el planeta y la gente tiene que vivir bajo tierra en unas condiciones penosas…no sé, casi sería mejor estar muerto, ¿no? Me parece increíble que haya gente dispuesta a vivir así.

- Sí, es increíble. Bueno, os dejo, que acabo de recordar que tengo el coche en doble fila. Ha sido un placer volver a veros.

- Vale, campeón. Estamos en contacto.

- Sí, claro, estamos en contacto.

Desde aquel día, no he vuelto a verles. Un día de estos les haré una visita. Virtual, por supuesto.

Texto agregado el 18-01-2022, y leído por 109 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
22-01-2022 La vida es un circulo constante y el hombre evoluciona de buena y mala manera, pareciera que los tiempos extraños que vivimos obliga a muchos a elegir formas adversas de vivir, mientras exista cualquier idea de comunicación estaremos a salvo. Me encantó descubrir tu escritura. Felicitaciones! plumi
18-01-2022 Es cierto la gente se queda pegada en cosas sin sentido y se olvida de vivir. Es lo mismo que veo aca en el chat de los cuentos. Hablan sin sentido como si tuvieran la cabeza de adorno. Acaso... dejaron de fluir con su interno. ¿Acaso, la vida está en lo virtual y ver un amanecer no va de acuerdo con su mundo frío e ignorante? spirits
 
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