Uno.
A Alberto García, la vida, lo único que le había ofrecido- si bien se mira- era poco más que quince minutos de amor. Pero, como era un hombre discreto, le pareció suficiente e incluso se sintió afortunado. Lo importante- pensaba- no es lo que te ofrece, sino que seas consciente de ello. Por lo que, como en aquello cifraba sus aspiraciones, se sintió bastante satisfecho.
Pero lo descubrió mucho tiempo después cuando las circunstancias le obligaron a hacer balance de su vida. Y por necesidad apremiante.
Aquella noche se sintió reconfortado. Pudo hilvanar un sueño profundo recordando el rostro amable de la mujer que le había proporcionado una de las pocas cosas reales, aparte del trabajo rudo, que había experimentado en la existencia. Nadie le podría quitar aquella experiencia. O sí- se preguntó. No creía.
Sería polvo, pero polvo enamorado- como dijera Quevedo. Durante aquellos quince minutos se había sustraído al destino: esa implacable máquina que persigue con su saña a los nacidos de prestado en este mundo. Que afortunado soy- se dijo. Luego apagó el televisor y se metió en la cama recordando el nombre de la propietaria de aquella párvula boca que lo había sustraído de la feroz guadaña que se cierne siempre sobre la garganta de los soñadores del mundo.
Quizá de su mano, tuvo, aquella noche, un sueño premonitorio. Si no iba a buscarla, aquella muchacha perecería en muy pocos días. Y lo recordó- raramente- al tiempo que se notara la vejiga hinchada que lo condujera al servicio aquella madrugada. Ya no pudo conciliar nuevamente el sueño. Encendió de nuevo el televisor y creyó ver en aquel desfile de imágenes, pruebas irrefutables de la veracidad de su sueño. Todo le hablaba de ella. Era como si se hubiera conjurado para configurar aquel mensaje de auxilio.
No había pensado en la muchacha durante mucho tiempo, imaginándola inmersa en los eslabones que son usuales en la existencia de cualquier ciudadano corriente, pero algo- el día anterior al sueño- le había puesto sobre aquella pista.
Se sintió llamado- como dicen que lo fueron los Reyes Magos en relación con el nacimiento de Cristo- a un viaje a base de unos hilos de araña inverosímiles como eran la materia de los sueños.
Dos.
Aquella aventura tenía también algo de prueba para sí mismo. Nada más y nada menos que la constatación empírica de la validez de los sueños. Más bien sobre su valor premonitorio. Quizá también la de determinar si era, a través de ellos, el amor el motor del mundo, o en cambio la conservación del sujeto. Si era cierto que estaba en peligro, era, aquél, el que regía nuestros destinos.
De otra forma no, haciendo de los sueños algo completamente aleatorio, caprichoso, sin ninguna relación con los ordinarios acontecimientos de este mundo. Y tenía curiosidad por ello. Lo que le hizo imprimir a sus pasos un nuevo brío.
Y era el amor el que movía el mundo, pero sin querer decir que fuera Alberto García su destinatario, pues la encontró felizmente casada y muy sorprendida por la presencia de nuestro amigo, sin necesidad apremiante alguna. Para el marido, un hombre acostumbrado a duros trabajos, como nuestro amigo, constituyó incluso un engorro. Un enojoso engorro, sin llegar a entender aquello de la demostración del valor de los sueños premonitorios, fuera de un recordatorio lacerante al que no encontraba sentido.
Pero el viaje es el camino y la muchacha, que la hubiera dado sentido a su existencia, sin ser demasiado consciente de ello, con aquellos triunfales quince minutos, se alegró mucho de verlo. En parte algo había de aquel valor premonitorio, pues lo hizo sabedor de que frecuentemente acudía a su mente su recuerdo, sintiendo gran curiosidad por saber cómo había tratado la vida a tan larvario amor- que se deshiciera, como decíamos, tras quince apoteósicos minutos.
Y ahí lo tenía: nada más y nada menos que vivo.
Tres.
La hojarasca empezó a caer aquel año a pasos agigantados. En cuanto soplaba un poco de viento, las hojas se desprendían caducas de sus nidos. Sin embargo, aún tardó bastante en llegar el verdadero frío. Cuando lo hizo, fue de manera tan concienzuda que se helaron algunos, sorprendidos, pajarillos.
Fue por aquel tiempo que Alberto García salió de su ensimismamiento. Hasta entonces no se había sustraído enteramente al narrado encuentro.
Los años no habían pasado demasiada factura sobre la chica, lo que había incidido todavía más en su asombro. Un asombro al que sólo lo sustrajo el frío. Para sacudírselo había que golpearse con las manos, metidas en manoplas, el cuerpo. Aquel verano, en el que había redescubierto el amor, empezó, paulatinamente, a quedar lejos.
Cuatro.
De no haber sido amado durante aquellos quince minutos, posiblemente, Alberto García hubiera perecido antes de soledad y hastío. Tales eran sus pensamientos. Aquella especie de indulto en forma de beso a tornillo, tenía más transcendencia en su vida de lo que había creído. Y ello se le hizo palmario al poco de quedarse en la vida solo. Hasta entonces había capeado la soledad aunándola con la de una hermana- único pariente que quedara en el mundo. Pero, desde su prematura muerte, la soledad lo devolvió a la realidad de su existencia. Y hasta tal punto, que el agobio empezó a presidir su vida como, hasta entonces, nunca lo hubiera hecho. Lo único que le ataba a la existencia era aquel beso.
Y no era que no hubiera habido mujeres en su camino, pero el amor sólo con la del sueño había aparecido. Ya se dijo: no era un hombre que se agobiara con poco. Era un hombre recio del campo, acostumbrado a luchar contra los intermediarios- que se llevaban su ganancia- y contra los más varios elementos. En tales circunstancias, la gente está acostumbrada a esperar poco de la vida y a ver lo que se obtiene como un regalo.
Cinco.
Muy pocas veces había salido Alberto García de su pueblo. Fue por el servicio militar, en la caja de reclutas, que a aquella muchacha, que también esperara un tren, le conmoviera aquel soldado que la primera vez que fuera de viaje lo emprendiera con tan largo destino, no importándole hacerle de novia vicaria dándole conversación y un beso a la salida del expreso de la estación de la pequeña capital de provincias en que coincidieron. En el transcurso de aquel beso, sin embargo, algo pasó. Algo que marcaría toda la vida de nuestro soldado africano. De lo que sólo fue consciente, no obstante, tras el sepelio por su única valedora en el mundo, al quedarse solo en casa y pensar en el suicidio. Aquel clavo ardiente del beso le vino a la memoria en el mismo momento en el que fue consciente de que con aquella muerte quedaba absolutamente solo en el mundo.
Tal sostén de la memoria lo había sustraído de las penalidades de la existencia durante mucho tiempo, pero, sólo en el entierro de su hermana Lola, había cogido cariz de clavo ardiendo.
Seis.
De la chica sólo sabía el nombre. Tampoco era tan difícil dar con ella- pensó- en aquella minúscula ciudad en la que tantos años atrás había cogido un tren para Algeciras, con destino al Sahara. Preguntó por uno y otro sitio, en las tiendas, en los mercados y abordando a la gente en las calles. Era una fuerza ciega la que lo conducía.
- Búsquela en la guía- le dijo una señora, que contemporizara con su situación.
Efectivamente, venía por el nombre en el listín telefónico. Lo siguiente fue presentarse en la dirección que traía. Y, tras unos pocos minutos de zozobra, fue bien recibido, con una sonrisa. Ella tampoco había olvidado el episodio que marcara su vida. Era una mujer jovial, alegre y le hizo bastante gracia el motivo que lo traía.
- Como ves, tu sueño te engaña- dijo, nuevamente, con una amplia sonrisa.
Ocho.
Aquel día empezó- para él- una serie continua de momentos de alegría, pareciéndole imposible, al compás que veía caer las hojas, que hubiera cerrado aquel capítulo de su existencia de manera tan satisfactoria tras aquella visita.
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