La nochevieja no pudo comenzar mejor. Cena y uvas en familia: padres, abuelo paterno, hermano, cuñada y mis dos adorables sobrinos. Estaba tan a gusto que me hubiera gustado estar el resto de la velada con ellos, pero ya había quedado con un grupo de amigos en la plaza de la Vila. Llegué sobre la una menos cuarto de la madrugada. Recibí una lluvia de felicitaciones, abrazos, besos, alguna que otra lágrima contenida de recuerdos, vivencias y experiencias de una juventud no tan lejana. Cuando estuvimos todos, de acuerdo con un mensaje enviado días atrás por WhatsApp, nos dirigimos a un pub donde actuaba un artista local.
Ya llevamos casi tres horas cuando en uno de los intermedios de la actuación, de repente, me sentí sola, vacía y, a pesar de estar acompañada, fuera del lugar. Me fijé en mis amigos todavía charlando animadamente. Imágenes del instituto, de la universidad, de novio, primer trabajo, familia e hijos se apodaron en mi mente como un bucle difícil de romper. Con la excusa de fumar un pitillo (nadie se percató de que no fumaba) salí fuera. Lo primero que encontré fue paz para mis oídos. Di cortos pasos en la puerta del pub para ordenar mi mente. Tenía claro de realizar algo que me sintiera útil como persona, escapar a los prototipos impuestos por la sociedad; sin embargo, no sabía cómo ni cuándo. A los quince minutos, Sandra vino a buscarme. Fue la única amiga que se dio cuenta de que algo me pasaba. Para animarme, propuso jugar una partida de billar. Acepté el reto porque era la única manera de desconectar mi cerebro. Tiempo tendré para buscar una solución a mi repentino cambio de humor.
Nos despedimos cerca de las siete. No tenía sueño ni ganas de volver a casa. Por si esto fuera poco, todavía no lograba poner en orden mis pensamientos. Tomé la decisión de dar un paseo para ver si conseguía disipar la nube negra que tenía incrustada en el mi cerebro.
En el paseo marítimo, un restaurante hacían churros con chocolate. Decidí comprar una papelina y reanudé mi paseo. Me detuve al llegar a la entrada de la playa. Todavía estaba oscuro. Las olas rompían suavemente al llegar al final del trayecto. Como el frío dio una tregua, me descalcé utilizando solo la puntera del zapato, dejé un momento en el suelo la papelina y el vaso de chocolate, subí un poco las perneras del pantalón para quitarme las medias, las metí en un zapato. Recogí todo y bajé hasta cerca de la orilla. Me senté con las piernas cruzadas para comérmelos con comodidad.
Al cuarto de hora, comencé a encontrarme mejor. El sonido de las olas, el último vestigio de la oscuridad, el viento del alba y estar en solitario ayudaron a mi mente a relajarse y a pensar con claridad. Las respuestas me vinieron en forma de preguntas: "¿Ahora que tienes 29 años, te diviertes más que a los 18 cuando entra en el pub o concierto?" "¿Volverías a estudiar la carrera?" En cuanto a la primera pregunta, para divertirse no importa la edad. Quizás con 18 te hace más ilusión porque ya eres mayor de edad y puedes acceder a sitios que un año antes estaban prohibidos.
Respecto a la segunda pregunta, la respuesta es negativa porque se refiere a unos estudios que comencé y terminé en un tiempo pasado. Ahora soy profesora ayudante de una universidad. Tengo varios alumnos mayores de 45 años que, por razones personales o laborales, están sacándose la carrera. Por lo tanto, la edad es solamente un número; no un obstáculo para estudiar, hacer deporte u otra actividad.
Estuve reflexionando un rato sobre las dos preguntas, repasé los acontecimientos de la noche y sonreí cuando obtuve la respuesta: no pasó nada anoche en el pub. Simplemente, te ha hecho mayor y necesito terminar los objetivos previstos y empezar unos nuevos: "En noviembre tuve la entrevista con mi profesor tutor. Está muy optimista, y corrigiendo algunos puntos, cree que no tendré problemas para defender mi tesis doctoral previa para finales de mayo. Quizás es el momento para intentar aprobar el nivel de C2 de inglés. Si apruebo el doctorado, me marcharé unos años al extranjero para trabajar como investigador. Después, ya tomaré una decisión definitiva. Veré menos a mis amigos, pero se trata de mi futuro".
Me levanté, cogí mis zapatos, metí dentro de la papelina el vaso de chocolate para tirarlo a la papelera. El sol ya había salido y la mar estaba en calma: "De buena gana, me daría un baño, pero acabo de desayunar. Bueno, eso no es problema; puedo volver otro día con un mínimo de equipaje: una toalla".
Al pasar por el bar vi por la televisión a Serrat cantando. Un cliente abrió la puerta para salir y escuché los siguientes versos:
"... plantéatelo así. Aprovecharlo o que pase de largo depende en parte de ti...". Sin pensarlo dos veces entré en el bar. Pedí una segunda ración de churros y un café bien cargado. "A ver si puedo, mientras oigo el concierto de año nuevo, corregir los trabajos de mis alumnos que desean subir nota. Después tengo la tarde para dormir.
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