Llegan al río las lavanderas de ropa con su prole. Cargan con la maleta pesada; y sus crías con lo que pueden. Cada una tiene su sitio, unas piedras dispersas que el tiempo modeló como bateas, unos varones se fueron a la milpa, otros a cuidar el ganado del patrón y algunos tomaron camino hacia la ciudad. La chamacada disfruta. Los grandes cuidan a los chicos, que miran el ir y venir de los peces. Los zopilotes vuelan en círculo, una parvada de cotorros cruza el cielo y se posa en la arboleda que crece en la cañada. La corriente va, tropieza, y su murmullo es un rezo que nadie escucha. Un cuerpo con pantalón de mezclilla y la panza descubierta es arrastrado por la fuerza del agua. Una de las mujeres se da cuenta, y avisa a las demás. No hay que afligirse: el muerto no es del lugar, será de algún pueblo de la serranía. Saben que rio abajo el ahogado se quedará varado entre las lajas, que alguien lo verá, dará parte a la autoridad y que ya estarán llegando a la cantina de don Julio para protegerse contra el sopor de la tarde. Se despacha mejor allí, con una cerveza fría en la mano, que en la polvosa oficina.