Alguna vez sostuve que la tierra estaba atravesada por un alfiler que le permitía rotar como si fuese una gigantesca perinola. Tenía cinco o seis años y la carcajada coral de mis compañeros del kínder me retrotrajo avergonzado a las estampas de nuestro planeta hojeadas por mi mano curiosa con más entusiasmo que comprensión. Sin querer presumir ni intentar trazar alguna comparación, a todas luces ridícula, intuí mucho después las tribulaciones que habrán sacudido a Galileo Galilei perseverando en su certeza cuando sostuvo que la tierra se movía, ante la mirada absorta de la inquisición. Eran tiempos en que poco o nada se sabía, pero sabios como él ya habían esquematizado las bases para propiciar importantísimas invenciones y descubrimientos.
Me dolió ese traspié, del mismo modo que ese día en que la directora del jardín nos informó que la señorita Estela no asistiría ese día porque estaba de duelo. Quizás los demás comprendieron el significado de dicha situación, pero yo, curado de espanto, escudé mis cavilaciones en un silencio culposo. A decir verdad, ninguno de los de mi parentela se había batido a duelo, ya sea porque no surgió algún truhan que haya mancillado su honra o porque los que llevaban mi sangre eran gente sensata. Mientras copiaba palotes en mi cuaderno, discurría qué armas habría elegido nuestra profesora para tal disputa. Descarté el puntero o la almohadilla de borrar, que permanecían en su sitio. Cabía que la maestra no fuese diestra en el uso de las armas con que limpiaría ese insulto y en ese caso, éste permanecería como un baldón sobre su familia y nosotros la perderíamos e incluso la lloraríamos.
Llegué a casa pero no mencioné este asunto. Desconfiaba de todos porque el alfilerazo aquel me seguía pesando en la conciencia. Al día siguiente, la verdad sería revelada y consumados los hechos, la profesora haría su aparición en medio de grandes vítores o la directora nos informaría con gesto luctuoso que la vindicta se sumergió en los negros ríos de la derrota. En rigor, fue al día subsiguiente cuando apareció nuestra maestra con la tristeza ensombreciéndole la faz. La comprendí, porque las victorias enaltecen el fuego interior, lamen las heridas y remiendan los rencores, pero persiste esa conmiseración por el derrotado, aquel que sucumbió víctima de sus errores y que canceló con su sangre la insidia cometida.
Por supuesto que todo esto se fue aclarando tras la dolorosa sucesión de partidas de los viejos tercios de la familia. Abuelos, tíos y conocidos fueron a parar al panteón y la parca, esa simbólica entidad, arrasó sin culpa alguna con sus almas.
Aún tengo la esperanza que la ciencia descubra del modo que sea y de la composición que sea ese misterioso alfiler que permite girar a este enorme tiovivo y mis ahora añosos compañeros, se den el palmazo, constatando que este ser, este minúsculo Galileo Galilei de barrio tenía razón. La ciencia jamás dice la última palabra.
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