Hay una calle que he olvidado, a metros de la casona donde aún funciona el refugio de menores llamado "Patronato de la infancia".
Allí vivió su adolescencia uno de mis amigos más curiosos, el "Turco" Elías.
El turco tenía y tiene aún, sobrados atributos para ser protagonista de una historia.
El y su familia, de clase media acomodada, vivían con su abuela.
Ella estaba ciega. También era vidente y podía predecir el futuro con un mínimo margen de error.
Se comentaba que podía curar la sordera insuflando el humo del cigarro en las cavidades de los oídos de sus consultantes, mientras pronunciaba una palabra ininteligible.
Nos basábamos, claro está, en los relatos de los sordos, a los que cualquier palabra les parecía inentendible.
Cierta tarde fuimos a verla, yo llevaba una foto de una señorita a quien pretendía vanamente.
Nos pareció escuchar entre raros silbidos y los humos del tabaco que profería la palabra "Formosa".
Formosa es una entidad de baja catadura, que habita la calle homónima del balneario Monte Hermoso, donde solíamos pernoctar.
Como todos los paseantes de esa calle saben, el solo hecho de pisarla o de nombrarla siquiera trae aparejados constantes y pequeños infortunios.
Se pierden los colectivos por escasos metros, o bien pasan por las esquinas invariablemente antes de que lleguemos.
Se extravían los objetos en los momentos más críticos, se derraman las copas sobre los atuendos recién estrenados. Las mujeres que deseamos siempre nos ignoran, los amigos nos excluyen del partido del domingo.
La lista de desgracias es lamentablemente extensísima, la de alegrías cabe en un machete del colegio.
El primer diagnóstico no dejó lugar a dudas: "La chica es una princesa, no está a tu alcance". La sinceridad es por momentos un apéndice de la maldad.
Solamente yo sabía entonces del noble acervo de la dama en cuestión, nieta de un príncipe francés venido a menos.
Pasó luego a un minucioso examen de mis manos, donde de mis uñas mordidas infirió correctamente mi escasa o nula vida sexual.
Finalmente antes de despedirme me tomó la cara con las manos y suspiró, "Ay querido, cuántas lágrimas veo en tu vida, pero al final veo la luz".
Desde esa tarde lloro sin consuelo, comienzo los libros al revés y visito callejones sin salida, buscando esa luz, que ojalá esté en algún otro final.
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