En una reunión familiar que ya culminaba, la voz aguda de Juanito instaló una pregunta que se clavó como una espada en las incertezas de la gente. “¿Qué irá a ser de nosotros en diez años más?” fue la interrogante, más bien aventada al azar y que quedó retumbando dentro de cada cual cuando se dispersaron a sus distintos rumbos. Eran los años cincuenta en donde la pobreza era más bien ecuménica entre los conocidos y llevada sobre los hombros con toda la dignidad posible. Épocas de esfuerzo, de pala y chuzo, siendo los más afortunados, obreros en fundiciones realizando turnos agobiantes y de largo aliento. Juanito vivía en una pequeña covacha con su esposa y sus tres hijos y lo poco que ganaba se distribuía con justeza en el arriendo y la alimentación de esa modesta familia. De todos modos, siempre le sobraba un dinerillo al bueno de Juanito para tomarse unas copas con sus compañeros y amigos en algún bar a la pasada. Y ya bien avanzada la noche, regresaba a su hogar mascullando vaguedades.
Lo cierto es que la vida transcurrió a duras penas para Juanito, que acaso ya no recordaba esa pregunta lanzada con atisbos de trascendencia y continuaba hilando ese quehacer que le iba mermando las fuerzas y encorvando el lomo. Poco le quedaba de su cabellera castaña y sus ojos de originales tonos azulados ahora derivaban a un gris apagado, sin embargo muy poco cambió en su vida: la misma covacha, los hijos ya crecidos y preparándose para perpetuar esa pobreza que a duras penas disimulaba la miseria.
Falleció la abuela, una viejecita enjuta y cuyos ojos husmeaban alojados en el fondo de sus cuencas confiriéndole una mirada de ave de cetrería. Cuando revisaron sus pertenencias, entre algunos pañuelos, perfumes y un rosario, apareció un atado de fotografías que dejaban en claro que ya en su juventud la vida le había moldeado esas facciones un tanto siniestras. Sepultada la octogenaria dama, no transcurrió un par de años para que la Mariana, nieta mayor de la difunta, no soportando más los rigores de una existencia maltratada, vaciara todos los frascos de medicamentos que encontró y se los aventara entre el amargor de sus lágrimas y la suave dulzura del adormecimiento. Sus tres hijos fueron repartidos entre los familiares y como en contadas ocasiones la vida ofrece oportunidades a los desafortunados, los muchachos crecieron saludables y rompieron con no poco esfuerzo ese cerco que parecía estrechar sus posibilidades.
Pues bien, el determinismo que marcó la vida de Juanito dejó visibles huellas en su fisonomía y calvo, encorvado y casi ciego, no claudicaba en los vicios de su juventud. Jubilado de su empleo de toda la vida, ahora realizaba trabajos menores y siempre quedaba un espacio para reunirse con los amigos sobrevivientes.
Eran las doce de la noche cuando regresó a su casa y se desplomó inerte sobre el lecho. Su esposa lo arropó con una ternura ya hecha costumbre y se durmió con una leve sonrisa entre sus comisuras. Al día siguiente, saltó animosa de la cama para preparar el desayuno. Extrañó los ronquidos de su esposo, pero preparó las tostadas mientras la leche hervía sobre el fogón. Colocó las tazas sobre la mesa y cuando estuvo todo listo, remeció con cariño a su esposo sin obtener ninguna respuesta. Lo intentó con mayor energía y nada. Un grito rompió la monotonía de esa jornada. Cuando habían transcurrido nueve años, once meses y veintiocho días, Juanito rindió su alma sin obtener respuesta a esa pregunta lanzada a la concurrencia casi diez años atrás.
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