Y caminábamos sin saber que, al menos, habían dos formas de hacerlo. Y que una, no era la que pienso, es. Porque la otra fue en el pasado y respondió a un tiempo, en que la iglesia del barrio, inexplicáblemente para nosotros, cambió tres veces de ubicación, antes de llegar a su sitio final. Sin embargo, lo incontrovertible, es que en ámbas formas caminé con él.

Y fué, que en Roma sonó una alarma en contra de la manera, local, en que el cura sé comunicaba con los fieles. Y Yo, que hasta me estaba gustando escuchar a mi abuela orar en latín. Y, que llegué a sentir, la fortaleza del efecto de las palabras, en un idioma gigante. Especialmente, cuándo élla recitaba un responso.

Entónces, lo aprendido, estudiado y practicado, hubo de cubrirse para que sonara lo que Andrés y Yo, no aprendimos, practicamos ní estudiamos: rasguear y golpear la güira y la tambora. Con el saludo de bienvenida de las chicas del coro y las solapadas miradas de algunas monjas, que aludieron, qué ésos enseres percusivos, no aportaban la idea de cómo iría la melodía.

Pero para el párroco de la Santa Rosa de Lima, fue más fácil subirnos con tódo a la cama del jeep, qué llevar a la Loma del Jaya, el pesado órgano y la monjita ejecutante a su lado. Y así, entre capillas y santuarios, sacristías e íntimos comedores; dos adolescentes, dábamos lo que sin pedirlos, sé nos dió.

Aúnque ahora, hablo de la primera vez que caminamos juntos.