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Cómo les va. El padre de un amigo de un amigo mío fue una mañana como cualquier otra a su edificio de trabajo y encontró la calle cortada, patrulleros, un camión de bomberos, una ambulancia y un enjambre de uniformes de colores que iban y venían, todo esto a las puertas de su edificio mientras él era retenido en la esquina por un cordón policial. Lo primero que hizo fue lo que haría todo el mundo, ¿no?: con evidente mal humor increpó a los oficiales por unos pocos segundos hasta que lo dejaron pasar. Los dejaron pasar, mejor dicho, a él y a sus dos acompañantes. Avanzaron con cara de culo entre vehículos y uniformados. Enseguida se percataron de que todos miraban para arriba. Una mujer parecía dudar si lanzarse al vacío desde un sexto piso. Los policías hablaban por radio, en fin, los bomberos armaban sus aparejos, algunos curiosos, lo común de estos casos. El padre del amigo de mi amigo encontró a un tipo con un megáfono e hizo que uno de sus hombres se lo pidiera amablemente. ¡Hola! Toda esta puta cuadra que ves y estas putas baldosas que vas a ensuciar si te tirás son mías, gritó con el megáfono pegado a los labios. Todo el mundo lo oyó. Me encantaría que te vayas a suicidar a otro lado así esta gente que afea tanto mi paisaje con sus bártulos se va de mi cuadra. ¿Me oíste? El tipo bajó el megáfono y ordenó a su gente averiguar quién era esa mujer. Enseguida tuvo a su alrededor a unas diez personas. Le dijeron que se trataba de una empleada suya, mejor dicho de su compañía, de esa compañía en particular porque, claro, él no estaba para andar teniendo empleados que alguien contrataría y supervisaría por él, una tal Laura Díaz, de 38 años, recepcionista de las oficinas sexto piso, digamos. Otra vez agarró el megáfono: A ver, Laura, estas son tus opciones: te tirás ahora y yo no pierdo mi tiempo, no te tirás y si todo este conventillo sigue aquí por más de cinco minutos, entonces estás despedida y te demandaré con mis abogados, y la tercera, yo mismo subo ahora y te empujo. Dicho esto dejó el megáfono en las manos de alguien y se metió en el edificio acompañado por su personal. Segundos después la mujer cayó en la vereda. Se oyó el golpazo y unos gritos. El padre del amigo de mi amigo, dicen, ni siquiera se dio vuelta. A ver. No hay que dar nombres. Pongamos mejor un hombre, no sé, un tanguero, qué antigüedad, así nadie se ofende. Vieron que los tangueros solían portar nombres rimbombantes. Celestino Funes Carpio sería un buen nombre de tanguero, qué va. Y como tanguero dirían los diarios que su muerte fue trágica. El tipo no murió al caer, agonizó unas semanas en el hospital, el tiempo suficiente para componer su poesía magna inmortalizada meses después por la portentosa voz del eterno Robledo Sarsaluzzi, por la que será recordada por todos para siempre. Qué tal. Porque de haberse tratado de un rockero, de un rapero, bueno, seguro murió de sobredosis, en una orgía o de un tiro en la cabeza autoinfringido, y sus fans apendejados lo despidieron tomando cocaína en plazas en diferentes ciudades del país y, ya que estaban, se cagaron bien a trompadas, y sus aclamadísimos hits están perdidos en Spotify para quien los desee. Unos bonitos clichés, que yo prefiero por ahora llamar paradigmas. ¿Y de qué va todo esto? ¿Alguien tiene un cigarrillo? Ah pero acá no se puede fumar. Decía. Esto va del sentido de las cosas, del mundo, va de la pregunta qué somos, ni más ni menos. Pongamos que nosotros somos el tipo del megáfono. Vamos, quién no fue el del megáfono alguna vez. ¿Nadie tiene hijos? ¡Todos a dormir temprano que mañana hay escuela! ¡Los quiero bañaditos antes de la cena! ¿Algún maestro de primaria que no haya dicho chicos saquen una hoja para que se dejaran de joder? ¿Nadie se quejó al personal doméstico por un vidrio mal secado? O más arriba de la pirámide, mucho más arriba, nosotros somos los que damos sentido al puto mundo, somos los que dijimos que la Tierra es redonda, los que decidimos que hubo que ir a la luna, los que publicamos las fotos del planeta desde el espacio para que ustedes pudieran ver cómo son las cosas desde nuestro punto de vista simplemente porque nos dio la puta gana hacerlo y les pusimos en sus casas una computadora para que estén bien al tanto de nuestras cosas, de las cosas de todos, que son las cosas que nosotros decidimos que fueran de todos. Somos los que hicimos de todo cuanto nos rodea precisamente todo cuanto los rodea a ustedes, o sea a todos. Somos la política, el poder, somos el bien y el mal, somos quienes les ponen la comida en la boca, somos Dios. Ah no, cierto que no conviene dar nombres porque la gente se ofende, vieron, musulmanes, judíos, católicos, ña ña ña. Llamemos Pérez mejor a quien, de paso, nadie podría confundir con un tanguero. ¿Algún Pérez acá? Debe haber, siempre hay un Pérez, Pérez siempre está. Bien, a nuestro Pérez. ¿Hay Pérez? Parecería que no lo hay porque, aunque se diga lo contrario, no está y porque todas las obras son nuestras obras. ¡Qué buenos habrán sido los viejos tiempos de cuando, por ejemplo, existía la geografía! Y pensar que en algún momento no tan lejano de la historia a un loquero le dio por descubrir el subconsciente justo cuando ya no nos parecía tan importante la voluntad de Pérez para explicar algunas cosas de nuestro mundo y de nosotros mismos ya que, claro está, no éramos más que creación de Pérez aunque distintos de Pérez en cuanto imperfectos y con voluntades propias lo bastante jodidas como para que de vez en cuando venga el del megáfono en representación de Pérez a cagarnos a pedos para que nos vaya mejor en la vida, casi como en estos tiempos, cuando se nos ordena por la tele que hay que estar con el tapabocas como los terroristas para que no nos dé la gripa. Yo al respecto siempre pensé que a cualquier fantasma de culto, a cualquier entidad pensante y voluntariosa que, como Pérez, no tuviera cuerpo de carne y hueso y pudiera gozar de la gracia de la omnipresencia, le sería muy sencillo andar alejado de vicios como, no sé, comer, coger, fumar, enfiestarse con drogas y la quiniela porque esas cosas ya sabemos que son propias del cuerpo y, como tales, propensas a la caída como el tanguero desde el sexto piso que no cesará hasta el suelo aun a costas de hacerse mierda, propensas a la caída como la mismísima masa muscular del mismísimo cuerpo. Vamos, ¿cómo haría Pérez para fumarse el primer pucho de la mañana sin boca ni pulmones ni nada? Y bueh, no hizo otra cosa que lo que podía: inventar a alguien que lo hiciera por él, como cuando uno llama al plomero para que le arregle la canilla que gotea. Era eso o, en tren de inventar, lo inventábamos nosotros a él, ¿no? Y acá hay una diferencia fundamental entre Pérez y nosotros los mortales: Pérez es el que es y nosotros somos los que estamos. Pérez vendría a ser algo así como la humanidad, pongamos una superhumanidad celestial, y nosotros seríamos los humanos, los pendejos, para decirlo en palabras más modernas en estos tiempos de la inmediatez, en tiempos de ese caprichito burgués que consiste en querer ser, ¿no? Ya de chiquitos decimos que somos algo. Primero somos niños, que es esa etapa de cuando los adultos nos dicen que lo somos. Fulano es chico, mengano es adolescente. Hasta que por fin decimos soy adulto, soy bueno, soy ingeniero, soy tanguero, como sea, hasta que algún día alguien dirá de nosotros que estamos viejos, y a partir de ahí ya solo queda seguir estando viejos, es decir ser viejos. Estoy viejo. Epa, cómo cambiamos el verbo ahora que queremos estar, eh. Ya no somos, ahora resulta que estamos cuando vemos o intuimos lo que pasó. Me estoy quedando calvo hasta que me soy calvo. Debe ser que nos dimos cuenta de que en realidad siempre estuvimos algo, un cómo, un como algo, que al fin y al cabo era de paso porque era que todavía no éramos. Me recuerda a eso de la inteligencia emocional que nos permitiría sobrellevar la cuestión de no saber ser en estos tiempos de la inmediatez. Porque yo llamo inmediatez a esto, a la urgencia de ser, eso que la burguesía le reclamó a la iglesia hace siglos en occidente. Y es que estar vendría a ser algo así como una obligación para el ser que nos empecinamos en ser, eso de ensuciarse las manos, meterse en el barro, la parte de quien quiera pescado que se moje. El que quiere ser debe estar, vamos. ¿Y Pérez? Pérez nunca se mojó porque no tuvo cómo y mientras tanto se puso a repartir ser para todos los que verbigracia le rezaban con el culo para arriba o le juntaban las manitos a una cruz o besaban el marco de una puerta antes de pasar del otro lado y que, por supuesto, podían mojarse a riesgo de todos los horrores que esto puede contener porque, dicho de paso, no olvidemos cómo se puso Pérez cuando le comieron una manzanita. ¡Claro! Pero después los de las relaciones tóxicas son los que les revisan el celular a sus parejas, ¿no? Como sea. Lo lindo es que en tanto que creaturas o criaturitas de Pérez éramos todos iguales. Pero ahora mismo no es tan así, es más complejo. Me encanta decir que algo es más complejo. No es que me gusten las estadísticas o las matemáticas, es más bien esa frasecita que se puso de moda y que suele servir para defender lo indefendible, algo así como un eufemismo. No es que el monseñor tal sea un vulgar pederasta; lo suyo fue en el fondo un acto de amor, es más complejo dada su investidura, ña ña ña ña. Entonces decía lo de la igualdad más compleja. En un universo regido por lo objetivo se empeña el sujeto en ser. Ahora lo objetivo está dado más bien por la ciencia y la tecnología, vieron. Saluden a Pérez que se va. Para no entrar en complicaciones digamos que el mundo de la objetividad es lo que pasa de la puerta de casa para fuera, una serie de leyes tácitas o no tanto que hacen a la convivencia y hacen también que las cosas sucedan y sean previsibles. Uno tiene hambre y va al supermercado, estaciona el coche donde es posible, espera el transporte público, saca la basura a tal hora, va al colegio, frena en un semáforo, camina de noche por la ciudad iluminada mientras el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos, etcétera. Nadie se va a poner a discutir esas cosas, nadie dice ay no estoy de acuerdo con la mano de esta calle o me parece mal que no pueda esperar el bondi en culo o qué porquería esas líneas blancas pintadas en las calzadas o me pone nervioso que un metro y cien centímetros sean lo mismo. En cambio lo subjetivo, be your self, eso que también solemos llamar personalidad, está más relacionado con la intimidad de la casa o con los círculos familiar y de amigos, una célula social. Entonces uno cambia y combina íntimamente las cosas de su entorno, las siente, las padece o las disfruta, todo esto al margen, digamos, de lo que se impone inamovible en la objetividad y que de seguro es así porque se les ocurrió al del megáfono y a sus amigos a través de los siglos ante la atenta mirada de Pérez. En teoría, pues, en la esfera de la objetividad somos todos iguales por la sencilla razón de que nos movemos entre los mismos límites casi como la vacada es arriada y se mueve entre ciertos límites y en la cual todas las vacas son iguales en tanto que vacas con destino de vacas. Pérez era mi pastor, ¿no cierto? Pero la igualdad entre nosotros es más compleja; nos gusta ser originales y queridos en la diversidad. No me voy a poner a hablar de las diversidades cultural, étnica, sexual, religiosa, etcétera porque ya todos sabemos. Más bien recuerdo al filósofo que definió al ser humano como animal racional, que vendría a ser, actualizado, animal simbólico, animal con lenguaje, porque también ya sabemos que todos somos seres pensantes, de costumbres sociales, bla bla bla. Mejor vamos a la biología, que es un buen punto. Somos un animal que tiene. Simple. No es un materialismo económico o sociocultural en principio, sino más bien biológico comparable acaso al del cangrejo ermitaño, que es un bicho blandito que anda con una concha de caracol a cuestas y cuando crece y le queda chica la descarta y se apropia de otra. Imaginemos a un tipo hace tres mil años caminando por la estepa rusa. ¿Cómo pudo haber sido esto posible? ¡Y sin teléfono! Un oso polar no tuvo ningún problema para hacerlo, pero el ruso sí, y tuvo que matar al oso para sacarle la piel. Dicho de otro modo, el ser humano que somos, el que podemos llegar a conocer, siempre tuvo que cargar cosas encima, siempre tuvo algo. Entonces puesto a comparar, el que mató al oso y cargó con la piel sobrevivió en la estepa helada, el que no pudo cagó fuego. Hoy tenemos muchos rusos y cada vez menos osos polares. Por esto los europeos en sus fervorosos tiempos de conquistas y colonizaciones, de genocidios, bah, decían que los habitantes de los trópicos eran unos vagos: es que en esos territorios no necesitaban esforzarse para conseguir comida y resistir el clima, el invierno europeo por ejemplo, lo que podríamos traducir como que no necesitaban tener demasiadas cosas ni del esfuerzo que esto conlleva. Hoy tenemos más europeos que indios. Pérez, vaya uno a saber por qué, no reparó en este pequeño detalle a la hora de configurar su rebaño universal. O pongamos que sí si, repito, el problema de Pérez hubiera sido la posibilidad de que alguien lo configurara a él, que vendría a ser el riesgo que enfrenta hoy día el tipo del megáfono. De aquí que ahora la desigualdad pase un poquitín por tener más o menos cosas y que el que tiene más cosas tiene más ser al menos en apariencia, como que un cangrejo ermitaño con una concha gigante parecería un animal más grande con mayores posibilidades. La biología suele ser aterradora porque no trabaja. Esto quiere decir que el cangrejo se adapta al fondo del mar y ni se entera. Nosotros tenemos eso que se llama trabajo y consiste en, digamos, transformar el fondo del mar en algo que se adapte a nuestras necesidades porque eso de andar adaptándose uno al medio ambiente nunca fue negocio, sobre todo para el oso polar y para los indios del trópico. Pero yo estaba con lo de la igualdad. En lo subjetivo, podríamos decir que nos gusta ser más o menos iguales a algunos que a otros. Por ejemplo uno ve a un esquimal en un iglú comerse una foca medio cruda y prefiere parecerse, ser más o menos igual, a un italiano que come fideos en un restorán de Venecia. En lo que hace a la subjetividad uno tiende a sentir afinidad con algo o alguien que sea regido por lo mismo que uno, bajo los mismos parámetros que uno, es decir que lo que realmente rige sigue siendo lo objetivo. El lenguaje es un buen ejemplo: uno se siente mejor entre gente que hable una lengua que se entienda. Las leyes obran de igual manera. No quiero ni imaginar el terror o la desconfianza que nos daría un ser humano que no respete la ley de la gravedad y al tirarse desde el sexto piso quede suspendido en el aire como un picaflor, o ir de vacaciones a un país donde el homicidio estuviera permitido por ley. Esto es más o menos lo que pasa en la naturaleza sin domesticar, vieron, en esos parajes donde las víboras no entienden que no hay que morder a la gente aunque las pisen y los indios, si es que quedan, no entienden que hay que tomar agua marrón azucarada con gas para sentirse bien. La naturaleza sin domesticar con el pasto alto y barro en el suelo no está muy bien catalogada, casi como para el patriarcado de este siglo una mujer sin depilar, ¿no?, pero de eso mejor no hablemos porque la gente se ofende. Lo novedoso de estos tiempos es que lo objetivo y lo subjetivo tienden a ser lo mismo más que en ninguna otra época: estamos en la era de la publicidad. Esto quiere decir que somos seres públicos, que no es lo mismo que ser seres sociales, es más complejo. Esta publicidad consiste en abrir las puertas de casa para todos, ¿vieron? Lo que yo tengo y siento se parece mucho a lo que es. Dije a lo que es, no a lo que soy. ¿Qué es lo que es? En los viejos tiempos Pérez era lo que es y nosotros los que estábamos. Ahora y más que nunca la vida privada se exterioriza, se publicita. Uno abre el Facebook y dice hoy desayuné una mandarina y pone la foto de la mandarina a medio comer. Este pequeño acto no es en sí mismo la novedad, vamos, ya lo hizo el hombre de las cavernas, ¡y sin teléfono! La novedad es que esto se vuelve universal, Facebook mediante, casi como la ley de la gravedad. Se acuerdan de que todos somos iguales ante la ley de la gravedad. La publicidad vendría a ser algo así como la ley de la existencia según la cual existir no es más que el mero despliegue de posibilidades. Eso que a Pérez nunca se le dio bien es lo que nosotros exhibimos sin pudor, y no solo eso, sino que es lo que queremos ver de los otros, lo que nos da la seguridad de, aunque más no sea, parecernos al ser. Un problemita que esto acarrea es que mucha gente se ofende. ¿Ya vieron lo que dijo el tanguero en Twitter? ¡Faltaba más! Pero mirá que no te lo dijo a vos. ¡Y qué, si eso es una aberración inconcebible! Pero es cosa de él. ¡Cómo le va a gustar la pizza con banana! ¡Con razón alguien se tiró del sexto piso! Bueno, mejor pongamos la foto de un perrito para aflojar un poco. La foto del perrito es el estereotipo universal del buen ser humano. Festejar y ofenderse son las fichas del juego del nuevo doliente moderno, vamos, cuando la publicidad arbitraria y banal es el mecanismo de la existencia y uno íntimamente y por naturaleza lo que busca es la objetividad cabal para sentirse a salvo. No es descabellado, pues, asumir que lo propio sumado a lo de otros es ley porque sí, porque se siente, se padece y se disfruta, como cuando los hinchas de un cuadro de fútbol putean a los del otro por ley, porque eso es lo que hay que hacer. Lo que en otros tiempos habría sido una opinión olvidable hoy bien puede ser una cuestión de vida o muerte. No importa lo verdadero de una idea o incluso de una práctica, sino la cantidad de adeptos que se consiga mediante ellas. Podrían decir que siempre fue igual, pero basta pensar que hoy día tenemos a mano cualquier tipo de información, de ciencia explicada, de los pormenores de experiencias de todo tipo, etcétera, para suponer que con todo esto no alcanza, que es más complejo. Ejemplos sobran. A uno se le ocurrió que la Tierra es plana, se puso a boludear en internet y descubrió que a otros se les ocurrió lo mismo, entonces la Tierra es plana no solo en la intimidad de un grupo de trasnochados; está el movimiento terraplanista con panfletos y todo. También el antivacunas, etcétera, movimientos que surgen como una desconfianza o un rechazo a la autoridad, una autoridad que proporciona eso de la objetividad como cuando Pérez repartía ser, y, ya que está, ejerce poder. Pero vamos, eso que yo llamo publicidad de la vida privada se confunde con la propaganda, la publicidad comercial. Ya hay amargados quejándose de que el del megáfono los espía y les ofrece cosas para comprar, actividades para gozar y de todo lo que andan buscando en el momento justo. Como si hiciera falta espiarte demasiado, campeón interbarrial de Facebook, para enterarse de lo que te gusta. En fin. La otra vez vi a un carnicero en televisión que hacía esfuerzos sobrehumanos para describir los sentimientos probables de una lechuga porque su rubro fue cuestionado al aire en esa misma emisora por los veganos. Me habría parecido menos ridículo que el tipo dijera que las vacas son seres que creó Pérez para que podamos comer un asadito los domingos. Ese mismo argumento de la lechuga es el de los antiveganos, que vendrían a ser mucha gente. Ya es que con los veganos hay que ofenderse. ¿Y con las feministas? También. Pasa mucho en política. Por ahí en medio de la subjetividad le da a uno por volcarse hacia la derecha. Bueno bueno. No tanto como decir grrrr la derecha derecha. Pongamos una derechita, no sé, la manito de un bebé, y enseguida nos encontramos echando mano a la historia de algún referente que más o menos por ahí andaba o decía andar, pongamos Ricardín para no dar nombres. Y ya para el otro lado, para la izquierdita, a Juandomingón. Listo, tenemos nuestros referentes en ambas filas. Pero todo esto, insisto, está en el plano de la fantasía romántica, de lo subjetivo, del corazoncito de cada uno, es decir de la ley universal de la vida misma en los tiempos de la inmediatez, ¿no cierto? Mientras tanto, ya que estamos, cabe mencionar lo realmente objetivo, eso que vendría a estar por arriba de todo y que no es Pérez. Las leyes. Las leyes que, insisto, son de donde uno se agarra cuando le falla lo subjetivo y llama al abogado. Bueno. En política la ley vendría a ser más bien como esa pendeja que hace mil años que va a la facultad y siempre le falta un par de materias. Digo pendeja y no pendejo porque “ley” es femenino. Que nadie se ofenda, please. Decía que entonces la agarran a la pendeja y la boludean un poco, la llevan tantito para allá, tantito para acá, cuando le toca trabajar o hacerse valer le pagan poco porque no tiene el título universitario, ¿no?, se le cagan de risa. En fin. Como que del tanguero que se tiró al vacío se dijera que bueno, que el suicidio no está reglamentado en el Código Civil, que capaz no quería matarse porque en realidad la ley de la gravedad no contempla el viento, que está un poco obsoleta porque ahora los bomberos tienen unas camas elásticas para poner abajo que cuando se hizo esa ley no existían y que el peso en el suelo no es el mismo que en la cama esa, y entonces el tanguero pudo no tener la intención de suicidarse después de todo, que es más complejo. Y es por algo de todo esto que los de dizque la derecha, oh my god, no aceptan pendejadas como lo del cambio climático, la contaminación, lo del monóxido, bla bla bla, porque cómo se les va a ocurrir a estos proletarios, a la chusma, que nosotros vamos a estar aunque sea una milésima de segundo en la misma situación que ellos, en el mismo Titanic que ellos, ¡faltaba más! En tren de la negación ahora resulta que hay que estar de acuerdo con quienes niegan algo que no nos gusta y por ende en contra de los que dicen lo contrario, valga la redundancia. Como sea. Que eso que llamamos planeta emerge ahora, por fin, como el gran igualador; es por esto mismo que hay que negar su deterioro y de paso ofenderse. Otra vez la biología aterra. Ya todos sabemos que el planeta no es otra cosa que el lugar que uno pisotea cuando se va de vacaciones, ¿no? Y como tal hay que mantenerlo limpio con el pasto corto y sin víboras, y que los indios hagan artesanías para vender a los turistas, ya que están y, ya que estamos, siempre un bar y un supermercado cerca. También funciona muy bien como escenario para las fotos de Instagram, aquel maravilloso escenario que algunos confunden con el mundo. Habrá que ir a fijarse a Twitter qué onda eso del monóxido mientras la biología dice que somos animales que viven en un lugar y que algo rompimos. O se rompió solo, bah. Que nadie se ofenda. A todo esto los del megáfono dicen que eso de que se derriten los polos porque nos da por quemar petróleo es cosa de zurditos resentidos que odian la vida, el progreso, la libertad y la sociedad de consumo. Decirnos eso justo a nosotros, que somos derivados del petróleo. Faltaba más. Pero a mí me gusta la biología porque no se ofende y por eso da miedo. Un precepto básico es este: todo lo que crece no envejece. Es muy bueno. El cangrejo de antes cuando crece cambia de concha, cuando deja de crecer ya no necesita cambiar de concha; nosotros tenemos esas conchas gigantes llamadas ciudades que ya estaban de antes que nosotros y según dicen los de la ciencia necesitaríamos cambiar de planeta o dejar algunos pequeños vicios. El problema es que el del megáfono no es impoluto y pura bondad como Pérez, es más bien como nosotros, más complejo, y habría que configurarlo si quisiéramos satisfacer algún caprichito como, digamos, cambiar el mundo. Ahora les da por juntarse a tomar café y charlar del clima. Literalmente como vecinos que salen a barrer la vereda. Se acuerdan de que Pérez no tenía vicios porque no tenía cuerpo. Nosotros como especie no podemos envejecer porque una especie no envejece; nuestro cuerpo social es más complejo, es una ciudad como un panal de abejas. Entonces hacemos cosas, crecemos en tanto que consumimos recursos, compramos teléfonos y nos vamos de vacaciones. Crecer es producir, construir, comprar y vender y aumentar la población. Punto. Los representantes de esa objetividad suprema que llamamos ciencia dicen que hay que dejar de hacer cositas, pero tal parece que no es posible detener la máquina. Llamemos máquina al capitalismo, a la política, a la globalización, al desarrollo tecnológico, a los mercados, al del megáfono o a Pérez, a Pérez que decía que todos los peces del mar y los panes eran para nosotros, a lo que sea esa máquina biológica que no para. No se detiene, no puede. Dejar de hacer cositas sería para algunos volver a otras épocas, no sé, de cuando existía la geografía y había que caminarla para hacer los mapas, sería como decirles a las abejas que dejen de hacer colmenas. No imagino que alguien le diga al del megáfono mire, señor, no puede ir en su jet privado a tomar el té de las cinco al continente de al lado porque con los gases se jodió el coso del termostato y se inunda media sudamérica. Todavía nos acordamos de cómo se pusieron Pérez con su manzanita y el del megáfono con su calle cortada. No imagino, decía, que les digan a los árabes que dejen de sacar petróleo y a los chinos que dejen de depredar los mares y a los de sudamérica que dejen de cortar arbolitos y a todos los del Facebook que dejen de comprar agua marrón gasificada con azúcar en esas botellitas de plástico que son una mugre y terminan tapando las arterias de los delfines, que son bichos dignos de fotografiar porque hacen boludeces en una piscina y siempre parece que se ríen, etcétera. En fin. En biología si se rompe un cosito cambia todo el ecosistema, nomás que la biología es impertérrita y ningún bicho sale con cartelitos a quejarse. A nosotros nos pasa lo mismo, pero como dolientes del siglo 21 que somos nos ofendemos. Nuestra parte biológica de este asuntito dice que si dejamos de hacer una cosa se jode el resto. Esto quiere decir que, digamos, si almas hacendosas dejaran de sacar petróleo muchísima gente no podría hacer sus cosas: se jode el ecosistema, pongamos nuestro sistema de las cosas que tenemos, ¿no? Una desgracia de la última pandemia fue esa: que hubo gente, y mucha, que dejó de hacer cosas. Algunos líderes pidieron con el megáfono que saliéramos a trabajar, que no fuéramos cagones, dijeron que con un whisky con ruda macho se te pasaba la gripa, algo así, y hubo otros que encerraron a todo el rebaño. También unos jipis, no sé, seres nostálgicos, romanticones que creyeron reconocer un cierto resurgimiento de la paz espiritual, la vuelta a las raíces, algo así, que celebraron la presencia de sabandijas diversas por las calles y descubrieron el silencio de las ciudades y creyeron ver ríos y cielos limpios y gente más solidaria y agradecida que aplaudía al personal de salud desde su confinamiento y hasta desearon ser llamados por teléfono como en el siglo pasado. Hablando de jipis ahora resulta que hay que cambiar el mundo. ¿Qué es el mundo? Mundo es, en gran medida, lo subjetivo del planeta, nuestro planeta que en estos tiempos vendría a ser la objetividad que podría llegar a igualarnos. El mundo es más bien una fantasía, el tiempo, una ilusión, eso que creemos comprender frente a una pantalla cualquiera. En la era de la superpublicidad donde lo subjetivo y lo objetivo se confunden habitamos el mundo, pero no el planeta que, se acuerdan, nomás lo pisamos en las vacaciones y después lo olvidamos; nos da cierta nostalgia pero tenemos las fotos. El planeta es el contenedor de la diversidad de mundos, pero también del aire y de la gravedad, etcétera, y en esto es posible que nos iguale a todos como un Titanic, como el aire difusor de la pandemia, pero todavía nos queda lejos de la objetividad, es apenas una intuición aunque lo veamos fotografiado desde el espacio como una cosa más y, como tal, determinada según el gusto del consumidor. Pero bueno, todo esto no puede ser otra cosa que una fantasía, ¿no? Síganme en Twitter. Pásenlo lindo.

Texto agregado el 08-12-2021, y leído por 531 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
16-11-2022 No me queda claro quién se mató. Lo demás, genial. Glori
17-12-2021 Este monólogo me recordó el del senador en Respiración artificial, la dipersión como método, el mareo como resultado. Igual debe ser pura subjetividad mía. También pienso en las capas de lectura (cursi, lo sé), porque es un texto que permite varias. Sin duda habría que empezar por la ironía que impregna todo el relato ¿lo usas simplemente como técnica literaria, o te sale innata porque estás, como dice los argentinos, en pedo? Con todo es un buen ejercicio, te salió bien, sin duda. Saludos kroston
11-12-2021 Se tiró la chica, eso está claro, pero el tanguero? Estubo bueno Jaeltete
11-12-2021 Me gustó tu stand up. Morirse
10-12-2021 Eso es un Haiku? aaa_el_fenix
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