Te miro de lejos. Te como con los ojos mientras caminas y conversas con tu amigo por el patio soleado. Una rabia sorda me nubla el entendimiento. ¿Por qué no soy yo el que camina a tu lado, el que te platica, el que te hace reír?
Me gustas desde hace tiempo; desde que llegaste al Tecnológico con tu abrigo de pana café, con tu voz mustia, con tu sonrisa de ángel y nos dijiste a todos que te llamabas Rosa Ana.
Es un misterio develado, cuando contadas mañanas te veo llegar vestida con minifalda y nos regalas la visión mórbida de tus largas piernas morenas. Tus senos pequeñitos, que apenas se vislumbran cuando les permites asomar bajo el contorno de tu blusa, me dejan asombrado mientras suben y bajan acompasados al ritmo de tu respiración. Trato de imaginarlos sin ropa y termino tragando saliva ante mis pensamientos libidinosos.
No somos amigos. Sé que necesito acercarme a ti; pero en cuanto lo intento, se me van las ideas y prefiero no abordarte, aunque luego me arrepiento.
Ya lo tengo decidido, hoy nadie me salva; en cuanto te vea sola voy a confesarte cuánto me gustas, a pedirte que seamos amigos. Tan formal, parezco viejito, ¿verdad?
Vas caminando sola. Este es el momento que esperaba para confesarte que me muero por ti. Intento acercarme, un sudor frío me baña las manos y se me entorpece la lengua. Pasas frente a mí. Yo, me quedo callado, te dejo pasar, no he sido capaz ni siquiera de llamarte por tu nombre.
Te miro de lejos, te como con los ojos, a veces te desnudo también con el pensamiento. Ahora tengo la certeza de que mi cobardía no me hará más valiente; pero tengo que acercarme a ti, o formarás para siempre parte de mis sueños y no de mi realidad.
Lloro un par de lágrimas, porque hasta que tenga las agallas suficientes de acercarme, nunca seré el que camine a tu lado, el que te platique alguna tontería o te haga reír...
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