Me encontraba en una clínica, con motivo de una molestia sin demasiada importancia. En honor a la verdad quería conocer la clínica, ya que me había trasladado de país y me interesaba saber hasta qué punto era confiable, ése era el verdadero motivo de mi visita.
En esos momentos, estaba junto con varias personas sentadas, aguardando el turno para pasar y ser atendidas. La sala era espaciosa y los asientos muy cómodos.
Suele suceder que cuando no se tiene gran cosa que hacer, nos dedicamos a mirar a nuestro alrededor, a observar todo en general, los rostros de quienes están en el mismo lugar que nosotros -tratando de que no se percaten obviamente- nos damos cuenta de cómo es el piso, el color de las paredes, las expresiones de las secretarias que atienden tras el mostrador, esas cosas. Claro que no es suficiente y quedan espacios en blanco que presurosa, nuestra mente busca llenar, no vaya a ser que nos quedemos sin palabras en ella.
En eso estaba justamente, evaluando incluso la temperatura del lugar y la hora, cuando se escuchó detrás de mí, una especie de murmullo callado pero potente. Algo se movía ominosamente a mi espalda, lo peor era no poder saber de qué se trataba, a riesgo de ser considerada como curiosa. Quedé firme entonces, sin moverme, pero bien atenta a cualquier detalle de lo que sucedía.
El motivo de ese movimiento que presentía tardó unos minutos que se me hicieron demasiado largos, en aparecer. Para qué...
Jamás en toda mi vida vi a una mujer tan evidentemente cercana a la muerte, si es que no se trataba de ella misma. Portaba un vestido larguísimo, algo anticuado, oscuro como las sombras que surgieron en el ánimo de todos al verla. Parecía hecho de tules polvorientos, y hasta éstos semejaban tener demasiado peso para soportarlos en su cuerpo esquelético. Ayudaban a sostenerla y caminar con pasos muy, muy lentos, apoyada en un bastón cansado, un grupo de empleados de la clínica, con uniformes verdes. Quienes nos encontrábamos ahí, involuntariamente nos movimos de nuestros asientos en un sólo escalofrío, y la fila donde finalmente se sentó, quedó vacía por completo. Prefirieron estar de pie que cerca de ella, era demasiado evidente. Tal vez internamente creían que se iban a contagiar, algo así.
Quedamos entonces, en diagonal, la mujer con la tez más blanca y cenicienta que vi en mi vida, las ojeras más negras, los ojos más hundidos, la boca casi en un estertor, y yo.
Noté que miró a una señora que se encontraba parada a unos metros, y la otra por compromiso, le sonrió débilmente como para quedar bien y que no tuviese ningún motivo para estar en su contra. Un segundo más tarde, la pobre señora paseó su mirada bien lejos, como pidiendo ayuda.
En realidad nadie la miraba, y si lo hacían era casi como espiándola, miradas veloces que la recorrían espantadas y huían, aún más aterrorizadas.
Muchos nos unimos en un ruego mudo enviando mensajes de rescate a las secretarias, quienes estaban en apariencia trabajando y en silencio por primera vez.
No hubo compasión alguna, la mujer cadavérica emanando substancias insepultas, siguió esperando junto a nosotros.
Al fin llegó mi turno y me levanté como resorte, casi triunfante ante el mal humor y la envidia poco disimulada de todos.
Sólo duró mi consulta cinco minutos, y al salir de prisa rumbo hacia la puerta vaivén, creí poder terminar al fin con esa pesadilla, hasta que quiso la mala suerte que escuchara algo -no sé qué fue en realidad- que me hizo volver la cabeza y ahí estaba ella, con sus ojos abismales de helado acero fundido, insensibles, crueles, ya casi velados, pero animados por una perversa llama en su centro, clavados en mí.
No iba a poder salvarme.
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