Júpiter.
Uno.
Aquella mujer llevaba las bragas más limpias que imaginarse pueda. Y, aunque se apreciaba particularmente en las blancas, daba igual el color de que las gastara.
Incluso en colores sufridos resaltaba su limpieza.
Júpiter- nuestro amigo Saturno Valle: Júpiter para el siglo- lo sabía. Dotado de un olfato canino era capaz de reconocerlas en la distancia. De tan limpias, límpido llegaba a su pabellón olfativo el aroma característico de la muchacha. Tan desarrollado instinto fue su perdición, pues sólo tenía ojos- quizá mejor narices- para la chica.
Hasta que un día apareció muerto del efecto de descerrajada bala sobre su sien derecha. Nadie dudó la causa, pues el amor que al principio sentía, se tornó obsesión con el paso del tiempo. Y a la obsesión siguió la molestia.
Una molestia cuyo desarrollado sentido del olfato transformó primero en sinapismo y luego en sencillo odio hacia él por parte de ella. Y hasta tal punto llegó la ojeriza que lo rehuía.
Pues nuestro amigo Saturno- Júpiter para nosotros, como se dijo- orbitaba exclusivamente alrededor de aquella señal olfativa. Más le hubiera valido haber orientado tal facultad hacia otra cosa u ocupación; pues era capaz de distinguir su presencia en mitad de la concurrida sala del cinematógrafo del pueblo. Al principio era llamativa aquella destreza y se tomaba a chanza por el paisanaje general de la villa. Pero para la chica y su familia empezó a ser un engorro la broma.
En la de Júpiter- la familia- no eran raros los casos de tan desarrollado sentido. Un portento, por tanto, que venía muy bien para ciertas actividades como era la caza. Júpiter, sin embargo, aunque había nacido con la seña de identidad de la familia, no lo había hecho con el gusto cinegético o de caza. Su madre, desde muy joven, vislumbró la tragedia, pues el chico no se aplicaba más que en olfatear a las chicas.
Aquella nariz de oro, que se hubiera disputado más de un perfumista, apareció con una hilacha de sangre un mal día, y, aunque nunca se supo quien fuera el autor de aquélla, la enemistad entre ambas familias empezó a crecer conforme lo fueron haciendo las sospechas. Como si un destino cruel se complaciera en ello: en aunar fatalmente un sentido inusual de la limpieza con aquel desmedido e inopinado desarrollo de facultades olfativas.
Dos.
Sin embargo, no fue tan fácil sustraerse a Júpiter. Ni siquiera con la propia muerte. Porque- al menos en aquel pueblo- los difuntos, desde su morada definitiva, seguían latentes, aunque, es cierto, con menos fuerza. Allí la muerte no era totalmente definitiva. Desde sus celestiales aposentos, se veía, nuestro amigo Saturno- pues desde entonces empezó a ser Saturno, ya que, además de ser su nombre, la órbita desde la que operaba era más amplia- seguía catando los vientos en post de aquellas bragas. Tal era su potencia olfativa. Pero ahora, con la diferencia, de que lo hacía impunemente, pues allí, como en cualquier otro lado, lo máximo que te podían quitar era la vida.
De todo ello resultaba que la chica seguía sintiéndose seguida. Se ve que en aquel lugarejo primaba tanto el concepto de normalidad que no acababan de encajar sus encajes níveos y aquella suya tendencia acendrada hacia la limpieza. Y era que la chica no podía evitar oler bien pero haciéndosele, paradójicamente, un hándicap.
Fue por entonces cuando Facundo Valle- tío paterno de Júpiter- regresó de Barcelona. Con los dineros que había rapiñado en la ciudad- ahorros, decía él- puso una tienda de encajes, ropa interior para señoras, y, por supuesto, bragas. Aquello fue una revolución en la villa, marcando un antes y un después, iniciándose la modernidad desde entonces. Y precisamente así se llamaba la tienda “La moderna”. El hecho vino a sumarse a aquella- como decíamos- particular inmanencia de la villa. Por lo que pronto los parientes de la chica se sintieron aludidos de una manera u otra.
Tres.
Pero nos falta explicar cómo se metió Júpiter en la ratonera. Y digo lo anterior porque allí se sabía mucho de itinerarios parecidos. Se sabía mucho de causas y efectos y de consecuencias. La mentalidad casualista que imperaba y su escaso tamaño- el del pueblo- hacían que a todo lo que ocurriera fuera fácil seguirle la pista.
Hubo quien dijo que siguiendo los vientos de las bragas limpias. Desapareció inopinadamente del pueblo y lo siguiente que se supo fue que lo habían matado en la capital de la provincia. No sabiéndose si el motor fue la inquina de la familia de la chica. Hubo quien dijo, yendo un poco más lejos, que aquélla- tal inquina- fue la tapadera con que dar respuesta a los interrogantes de las gentes y, sobre todo, de la familia. Pero, bien pensado, nuestro amigo Júpiter no era un hombre determinante, ni siquiera era militante de base de algún partido, ni estaba metido en política. El robo tampoco podía ser el móvil, pues no era más que un ganapán, como todos nosotros, por otra parte.
El caso es que nos quedamos sin su grata compañía. Pero lo peor fue el gran interrogante que su muerte generó en nuestras vidas. Haciéndose la convivencia penosa desde entonces; si es que aquellas relaciones podían englobarse dentro de aquel concepto y no hacerlo de otra manera.
Cuatro.
También por aquel entonces apareció ahorcado Segundo Cuesta- hermano mayor de la señorita de las bragas limpias. Tampoco se supo la razón, pero al populacho no le fue difícil aunar ambas desgracias. Y aunque nunca se supo si lo hizo motu propio o impelido por una fuerza mayor que la propia, era fácil relacionar ambas circunstancias.
Algunos años después, cuando el tiempo había echado sobre aquellos asuntos alguna tierra, se casó con un rico hombre de la villa la señorita de las bragas limpias.
A todo esto Facundo Valle devino un hombre adinerado. Las espadas nuevamente estaban en alto. Era cuestión de tiempo que se cruzaran. Pero nunca hasta la fecha se logró saber si aquellos crímenes estaban relacionados. El tiempo, quizá, lo ponga de manifiesto. De estarlo, es curioso pensar cómo somos danzantes de un destino; cómo nuestras cualidades nos ponen en oposición de los otros y, lo peor de todo, quizá por el simple hecho de haber nacido.
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