Efraín jamás olvidará esa noche de intenso frío y ese sutil sentimiento de culpa que se niega a abandonarlo a pesar de los años transcurridos.
Eran las diez y cuarto de la noche y el muchacho se arrebujaba en el sofá de su casa leyendo extasiado una novela de Charles Dickens. Sus padres viajaban en ese momento por un tema familiar y gracias a esta inesperada situación disfrutaría algunos días de espléndida libertad. Sería ocioso describir la lumbre de la chimenea que doraba las páginas creando figuras incandescentes que bailoteaban sobre las letras. Le aportaría jerarquía a este relato, pero sería un recurso falso, porque lo que le aportaba abrigo era una humilde estufa a parafina que despedía a ráfagas las vaharadas de la mecha a punto de calcinarse. Su hermana, una muchacha muy desarrollada para sus quince años se paseaba nerviosa por la reducida habitación, acercándose a intervalos al punto de calor. El frío se filtraba por las rendijas de la ventana y mitigarlo parecía tarea imposible, por lo mismo, la chica bailoteaba y gemía para sus adentros. Cerca de las once de la noche le comunicó a su hermano que se iría a dormir y él asintió con muda complacencia puesto que esa instancia le permitiría concentrarse mejor en la lectura. A sus diecisiete años, Efraín era un muchacho soñador, que se sumergía en los mundos imaginarios de las novelas para vivirlos intensamente. Prefería internarse en los escenarios detallados de las novelas, disfrutar de las variadas situaciones que enfrentaban los personajes y redibujaba sus rostros con una fidelidad que permanecía en su mente más allá del relato. Ni siquiera las superproducciones que luego presenciaba en la televisión le otorgaban ese placer gustoso que le proporcionaban los libros, porque consideraba que los contenidos de la pantalla equivalían a una papilla machacada y licuada para ser digerida sin dificultad alguna.
Degustaba personajes y situaciones cuando la voz destemplada de su hermana le privó de esa especie de ensoñación. Lo llamaba con voz desgarrada desde su habitación, que en rigor sólo se trataba de una subdivisión marcada por una cortina desgastada que separaba ambas camas.
Imaginando algún percance, Efraín apresuró sus pasos y descorrió la cortina para toparse con su hermana sentada en su lecho que no era otra cosa que un humilde somier con patas.
“¿Qué diablos te sucede?” preguntó el muchacho con voz azorada. Ella, abrazándose a sí misma en señal de orfandad, sólo gimió “¡Hermanito! ¡Tengo mucho pero mucho frío! ¡Acuéstate conmigo por favor! Si no lo haces, me desvelaré y mañana debo ir temprano a gimnasia. ¡Por favor!” Efraín puso el grito en el cielo, que su mamá, que su papá, que la moral, que los vecinos, que eso no era correcto ni decente. Nada de esto sirvió ante la mirada implorante de la muchacha porque, al final y a regañadientes, el muchacho terminó metiéndose al lecho de esa niña consentida, la que de inmediato se acurrucó a su lado, sofocándolo del todo. Ya sea porque estaba nervioso o porque las peripecias de Charles Dickens todavía persistían en su mente, no pudo conciliar el sueño y sólo sentía los ronquidos suaves y acompasados de su hermana junto a su oreja. El trataba de separarse de ella porque la cama era estrecha y comenzaba a acalorarse. Pero la muchacha se aproximaba y esa singular pugna, consciente de Efraín y refleja en ella, duró media hora. En uno de esos acercamientos, el pecho de la muchacha rozó su hombro y entonces él sintió un fuego que recorría sus entrañas. Ahora fue él quien se apretujó contra ella para sentir aquel contacto. creyó desfallecer, un sentimiento que fundía el miedo, la ansiedad y el placer se apoderaron de su insomne cuerpo. Temblando de angustia, de éxtasis y de otras denominaciones ahora indescriptibles, aproximó su mano trémula a esa cosa dura que sentía en su pecho. Transpirando a raudales, a medio camino entre el pecado y la osadía, palpó primero con suavidad y luego sus dedos se transformaron en pinzas que apretaron, reconocieron y sustrajeron.
Arrebujado junto a la estufa, se devoró poco después y con acompasado y salvaje placer ese sabroso chocolate artesanal que su hermana atesoraba siempre lejos de su alcance y que, por obra y gracia de esa noche gélida descubrió en un bolsillo de su blusa de dormir.
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