“¿Te encuentras bien?... ¿Quién eres?”, dijo la voz.
Él no contestó, nunca lo hacía, aunque la voz omnipresente lo conminara una y otra vez a hacerlo. Así que abrió sus brazos como si se dispusiera a volar, se convirtió en murciélago y voló hacia la noche eterna. Se sintió libre, volar en la oscuridad le daba la sensación especial de no estar atado a nada. Tenía hambre y mucha sed, lo cual no constituía problema alguno. Si el deseo apretara, con buscar a la víctima idónea sería suficiente; una mordida suculenta en el cuello bastaría. Jubiloso, voló suavemente protegido por la noche, recordó a su amada Transilvania, también lo poderoso que había llegado a ser. Taconeando con fuerza por las calles solitarias apareció una joven mujer, inexperta. El conde sonrió para sus adentros y se saboreó con anticipada fruición el goce especial de la sangre caliente.
Satisfecho, el conde no supo cuánto tiempo pasó. Cuando abrió los ojos, se halló cómodamente recostado en el interior de su ataúd.
El hombre supo que algo no andaba bien, cuando se dio cuenta que por más que trataba, no podía mirar a la gente a los ojos: ni a los hombres ni a las mujeres. Si lo intentaba, sus ojos se quedaban clavados fijamente en la mirada del otro; pero ello implicaba tal esfuerzo que sentía los ojos duros, como piedras y le oprimía un terrible dolor de cabeza. ¿Qué estaba pasando?... Llevaba seis meses con esta situación que ya era insoportable. Tendría que buscar ayuda.
“Contéstame: ¿Estás bien?... ¿Quién eres?”, dijo nuevamente la omnipresente voz.
Como siempre, no contestó. Era más importante observar la impresionante mole del Árbol de la Vida, cargado de hermosas hojas verdes y tentadoras manzanas rojas, dulces, jugosas. Desde donde estaba, podía contemplar a sus anchas a Eva, que desnuda, reposaba indolente al pie del Árbol. Le atenazó un ardiente deseo de poseerla, de besar los botones de sus pechos, de libar la miel sagrada escondida entre sus muslos. Cuando se acercó, la inocente sonrisa de Eva lo excitó aún más. Necesitaba poseerla ya, ahora mismo. Ella, arrancó la manzana más grande y se la ofreció. Ambos, la probaron al mismo tiempo y disfrutaron del placer de tenerse. Luego, se alejó reptando con rapidez. No le gustaba irse de esta manera. Volar era mejor; pero las alas hacía mucho que habían desaparecido. Cerró los ofidios ojos un momento, al abrirlos, se encontró en medio de la noche solitaria, desnudo, tiritando...
El hombre comprendió que necesitaba ayuda. Sólo no iba a salir de esto. Así que fue y se compró algunos libros de auto ayuda, de esos que traen muchas afirmaciones para sentirse mejor. En un enorme cuaderno, escribió, repitiendo como un mantra: “soy un ser maravilloso y digno del mayor aprecio”. “Me amo a mí mismo”. Lo repitió una, mil veces. Cuando ya no significó nada, vio que no había mejoría; entonces, sacó cita con una psicóloga y se trató con ella seis meses más, sin mejorar prácticamente nada.
“¿Te sientes bien?... ¿Quién eres?”, dijo una vez más la obstinada voz.
Tampoco respondió, porque hacerlo no era digno de un elefante como él. Llegar a ser el jefe de su manada y ganar el respeto de otras clases de animales, no había sido tarea fácil. Ahora, con los años de experiencia, se sabía poderoso, fuerte, seguro de su robusto cuerpo, de su sabiduría. Como líder de los elefantes, le tocaría presidir la danza nocturna, guiando a todos los elefantes al claro del bosque; juntos, bailarían la gran danza mágica.
El hombre comenzó a tomar pastillas para dormir y controlar los nervios. Seguía sin poder mirar a los ojos a una mujer bonita o conversar con su mejor amigo, mirándole al rostro sin avergonzarse. Hacer eso era imposible. Fue cuando la luz del suicidio apareció. Un remedio para todos los males. Una idea simple, tentadora, que podría ser el último recurso si el mal no mejoraba. Estaba desesperado.
“¿Por qué no me contestas?... ¿Quién eres?”, machacó la voz.
Una mujer, hubiera querido contestar; pero no lo hizo. De pronto entendió que la principal razón por la que no podía mirar a los ojos de los hombres, era porque no quería que pensaran que le gustaban. Y con las mujeres igual, si las miraba a los ojos, ellas podían pensar que le gustaban. ¡Qué lío más enredoso!... ¿Se estaba volviendo gay?... ¿Era por eso que se había puesto aquel vestido entallado de mujer?... Rojo, como la pasión, como el deseo. En esa ocasión, un espejo le había devuelto la grata imagen que proyectaba vestido así, con el rostro perfectamente maquillado y los labios pintados de un chillante carmín. No, no era posible que se hubiera convertido en puto; si las mujeres bonitas le encantaban.
El hombre, alarmado, notó que se le empezaban a olvidar algunas cosas, que de repente se le esfumaba la conciencia y se le iba a otro lado; cuando regresaba, apenas si había recuerdos inconexos y vagos de lo vivido, como si fuera otra realidad. Esto sucedía de improviso, sin avisar. Sintió miedo, porque si aquello le sucediera en la calle, durante el trabajo o manejando, los resultados podían ser funestos.
“¿Cómo estás?... Abre los ojos y mírame. ¿Tú quién eres?”... remarcó la voz.
Odiaba responder; pero abrió los ojos. Había una penumbra suave que no lastimaba demasiado. A su lado, una figura borrosa en bata blanca hacía las preguntas. De golpe, angustiado, empezó a gritar y a convulsionarse frenéticamente; porque de un solo tirón se le hizo la luz: supo a dónde se iba cuando perdía la noción de las cosas; comprendió que se iba a vivir otras realidades, otras vidas. Él, sin lugar a dudas había sido Drácula, el ángel caído, un elefante. En esta vigilia a la que acababa de abrir los ojos, creía ser un escritor de novelas famoso; pero ¿qué seguridad tenía de que ésta fuera la verdadera realidad y no una más de las otras realidades?
Quiso mover sus brazos; pero no pudo. Estaba atado fuertemente con una camisa de fuerza que le impedía hacerlo. Miró a la figura de bata blanca e intuyó entonces el origen de la omnipresente voz y que su vida de escritor sólo era otra farsa más, otra realidad más de todas las vividas; pero nunca más la suya.
Se sintió desvanecer; su mente era un torbellino de pasiones y deseos. Con el poco entendimiento que aún le quedaba, el hombre escuchó la voz, mientras perdía la razón. Esta vez para siempre.
“Por fin vas a dejar de soñar, para entrar definitivamente en la verdadera realidad. Ya has abierto las puertas de tu propio infierno”.
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