Dije voy a contar historias. Notas de la pandemia. De los vivos, de los resisten, de los que creen aún que el amor vence.
Estaba leyendo en el subte, un libro sobre un escritor en la lona, donde lo único que le pasa es el tiempo, mientras sus hijos crecen, se olvidan sus libros y el envejece. Embebido en el personaje, me dije tenés que volver a escribir...
Es lo único que te va salvar ahora que tu ego está por el piso, que no tenes un mango y las mujeres ya no te requieren ni para regalarte una sonrisa.
Todo Whatsapp o Instagram. Lejos, como si tuvieras el virus o peor fueras su generador.
En eso estaba meditando cuando se sienta una morochita de pelo bien largo a mi lado. Ni alcé demasiado la vista, porque solo su juventud ya me distraía en la lectura.
De reojo miraba como se tocaba y alisaba el pelo, de costado, alargandolo como si supiera que ese gesto me masturbaba el cerebro.
Y me mira. O creo que me mira.
Y yo no me atrevo hacerlo. El corazón me late fuerte, pero yo solo la miro de reojo como lo hacen mis conejos. Ellos te miran, pero simulan. Evolución de los que escapan.
Ella miraba también como todos el celular. Y como todos pasaba imagenes con el dedito.
Y cada tanto me miraba. O creía que me miraba.
¿Que podría encontrar de interesante una veinteañera en un viejo de de sesenta y dos años, leyendo en el subte un libro?.
El misterio se develó en la estación Federico Lacroze.
Yo tenía que bajar y hacer combinación con el tren. Ahi si me atreví a mirarle de frente. A los ojos.
Y en ese momento, un joven apuesto, bien tapado pero impedido de simular su impúdica belleza, le da en la mano un papel abollado que ella toma sin sorpresa y con gozo.
Ella me miro también. Su ojos negros casi me pedían perdón por el descubrimiento repentino de haber tomado ese papel abollado de un extraño.
¿Qué decía ese papel?
Bueno. Creo que esa ya es otra historia... |