Traté de asfixiarlo,
Creí que ya no respiraba,
Que por fin me había deshecho de él,
Que sus latidos ya no serían para mí un estorbo.
Enterré su cadáver en criptas perdidas,
Para que nadie (Siquiera yo) pudiera encontrarlo.
Su ataúd encadenado al suelo,
Su cuerpo relleno de versos que dediqué para él,
Para no tener que leerlos de nuevo.
Sucedió que una noche, de la nada,
A través de mi ventana lo atisbé,
Sonreía, con sus labios torcidos,
Con su rostro demacrado y delgado.
Octubre, frío, con la vegetación muriendo
Y él de nuevo atormentándome,
Fingiendo nunca haber partido,
Tratando de actuar como si aún estuviera vivo.
Intenta darme calor con sus brazos muertos;
Asqueada de dolor no encuentro manera
De poder alejarlo eternamente,
De no volver a ver sus ojos hundidos
En su pálido rostro delgado
Que tanto amé una vez.
Ese amor, que creí por fin muerto,
Vuelve a atormentarme estas noches,
Justo cuando empiezan a morir los árboles,
Cuando creía que estoy a salvo de su sombra.
L.R. 2015 |