Mientras me besas en los labios, oigo la lluvia que cae allá afuera; parece un nuevo diluvio. Bebo con fruición la humedad deseable de tu boca y pienso, si la pasión, el amor que decimos sentir el uno por el otro durará para siempre. La habitación se halla casi a oscuras. El cristal de la ventana está empañado, el repiquetear del agua que cae, que golpea insistentemente sobre ella, nos arrulla. Te beso suavemente el cuello y con lentitud, con paciencia, voy desabotonando tu blusa.
Cuando estoy triste o no estás conmigo, tanto si llueve como si no, me gusta mirar el mundo a través de esta ventana, aunque sé que lo que miro, es sólo una muy pequeña y fragmentada parte del mundo, de mi mundo, de nuestro mundo que es así: pequeñito, cotidiano; pero lleno también de infinitas posibilidades para descubrir nuevos y más amplios horizontes. Te recuesto suavemente en la cama. Mis manos, mi boca, mis ansias, buscan bajo tu sostén negro las flores de fuego y miel que guardas tan celosamente. Puedo sentir como se endurecen y se abren al contacto de mis dedos.
Cada vez que cedes al deseo, observo sorprendido lo mágico, lo gozoso que es el encuentro de tus ganas con las mías, el roce lúdico de nuestros cuerpos. Yaces sobre el lecho desnuda y yo, puedo admirarte con descaro. Beso con delicadeza, con deseo mal contenido, la flor húmeda, anhelante, perfumada, que se esconde entre tus piernas y que se niega pudorosamente a mis reclamos.
Te agitas apasionada entre mis brazos; el jadeo y los ruiditos de tu boca, se confunden con el movimiento acompasado, rítmico, de mi cuerpo ávido de ti, de todo aquello que solamente cuando te entregas como ahora, eres capaz de mostrar. Llueve sin parar. El cielo se cae a pedazos convertido en agua. No me importaría si el mundo se terminara en este instante, porque estás aquí, conmigo.
Finalmente reposas tu cabeza en mi hombro. Muy quietos, muy callados, escuchamos llover. El mundo llora allá afuera. Aquí adentro, tú y yo, hemos tocado el cielo. |