Fácilmente podría decirse de Enriqueta, que pasaba por la vida casi desapercibida a juzgar por sus gestos y pasos recatados, usualmente mirando hacia abajo, plena de timidez, como queriendo lograr que las personas no la tomaran en cuenta y ocultar su misma razón de ser. Era una mujer de mediana edad, una mujer como tantas que no llaman la atención. Se vestía con buen gusto, aunque nadie podía adivinar sus formas ya que casi no las marcaba. Pollera a mitad de pierna, blusas de cuello alto bien holgadas y collar de perlas. Poco maquillaje y cabello largo atado y agarrado con una hebilla. Su figura declaraba a las claras, que la tenía sin cuidado el glamour. En cuanto alguien le dirigía la palabra, contestaba con un hilo de voz, tan suave y quedo, que su interlocutor debía acercarse para poder escucharla. Sólo quienes la conocían estaban enterados de su vida secreta, de la asombrosa cantidad de amantes que peleaban por alcanzar el próximo puesto en su corazón. Sí, no ha sido una equivocación, la palabra es: amantes. Se la veía tan desmadejada...¿cómo era eso posible?, ¿a qué artilugios atribuir tantas conquistas varoniles? Las personas se preguntaban, dónde guardaba Enriqueta su magia? en resumen: ¿cuál era el íntimo arcano de su éxito? Pasaba por ser casi insignificante, una mujer común y corriente, menos aún en realidad; las mujeres comunes y corrientes, tienen una belleza que hay que saber descubrir, y por más vueltas que se le diera era difícil advertir alguna señal en ella.
Pero entonces, estaba claro..., ¡eran sus cuadros! Enriqueta pintaba magníficamente, exponía al mundo casi sus mismas entrañas, su magnífico incendio interior, ese volcán incandescente que nadie podía descubrir por lo tan oculto. Sus cuadros eran todos, desnudos de mujeres. Mujeres sentadas, acostadas, de espaldas y frente, de costado o en cuclillas, pero siempre desnudas. A veces cubiertas con velos o gasas translúcidas a fin de no encandilar con el brillo de su carne, y poder llevar la perfección de la piel con mayor suavidad, a los ojos hambrientos de los mortales. Eran magníficas hembras, con todo el potencial erótico disponible a la vista. Mujeres que parecían algunas no caber en el marco de las pinturas, con unas caderas y pechos bien proporcionados pero monumentales, cuerpos que parecían tener tres dimensiones, sobresaliendo de los lienzos. Eran figuras rotundas, contundentes, con el Eros a flor en las pieles mórbidas. Otras en cambio, de siluetas elegantes y delicadas, sonreían llenas de gracia desde la pureza de sus rostros angelicales. En ocasiones, cerraban pudorosas los muslos pesados para resguardar el profundo tesoro, o dejaban entrever hasta la puerta misma, su secreto. Esas mujeres parecían emanar fragancia a océanos y caracolas marinas. Las pieles suaves iban surgiendo de sus pinceles, trabajadas pincelada a pincelada, sensual y concienzudamente, con óleos y aceites -bien oscuras y lustrosas, en ocasiones marfileñas o ambarinas- siempre cremosas, casi dejaban percibir el pulso vital latiendo debajo, en las venas exquisitamente dibujadas, en los pezones ávidos de una boca ansiosa, en la mirada entrecerrada, bien de trasnoche, ésa que deja escapar chispazos misteriosos sobre prohibidas ojeras. Y al mismo tiempo, los gestos de esas mujeres guardaban un encanto, un pudor, un aura de tan deliciosa feminidad... Quienes se detenían hipnotizados frente a los cuadros, admiraban las bocas suaves y turgentes de labios rojos, que parecían poder posarse con placer, donde fuera que el instinto los guiase. Esas mujeres voluptuosas, se deslizaban y acariciaban solas de forma exquisita, también parecían disfrutar juntas los placeres de alguna isla griega. No faltaban en sus cuadros, la mirada voraz pronta a saltar para saborear la carne, desde las formas de faunos y sátiros o incluso de hombres comunes, sorprendidos ante el esplendor de tanta hermosura. A veces se situaban en plena Naturaleza, otras, en mullidos sofás, también en camas inmensas, quizás frente al fuego encendido, o instaladas en un taburete de tocador con su espejo, para comenzar su ritual diario de belleza. Esas mujeres se bañaban con manos sabias, delicadamente sutiles, y tenían tanta vida, que parecían hablar con una voz dulce como un murmullo, mientras sus largas melenas de leona tocaban el piso. Ellas con seguridad, se ponían perfume en lugares insospechados, conocían todas las artes amatorias de Oriente y Occidente y eran capaces de gozar y hacer gozar, como pocas.
Todo eso y más, destilaban -asombrando- las maravillosas pinturas de Enriqueta. ¿Qué importancia tenía entonces para el hombre experto y avezado, su físico (sólo en apariencia), sin tanto salero? |