El Ajedrez
Hubo un tiempo que yo exageraba en el orden de mis cosas. Las fotografías en sus álbumes, los libros ordenados por autor y los cuadernos con materias universitarias en un lugar y las con anotaciones varias en otro. Si compraba un disco de vinilo de mi grupo de rock preferido, lo grababa en un casete para sólo ahí escuchar. No expondría a rayarlo en tocadiscos con agujas desgastadas. Famoso era por mi colección de vinilos, todos debidamente ordenados en una repisa. Por cierto que con tapa y con llave. En al gabinete del lado se ordenaban los casetes para escuchar a la vista y disponibles. Para el juego de ajedrez disponía de dos tableros de distinta calidad, uno para jugar y el otro de colección comprado a un famoso anticuario para contemplar. Para el cotidiano el tablero permanecía extendido sobre la mesita de centro, junto a los posavasos y los ceniceros. Quien se sentase en alguno de los sillones de inmediato tomaba el peón dama y jugaba, desafiando a quien lo acompañase. El otro juego, de piezas de hueso talladas a mano y tablero armado artesanalmente con madera fina estaba guardado en mi pieza, más precisamente en el ropero, viejo y firme. En una de sus puertas, la con llave, debajo de la ropa colgada estaba la caja bajo los zapatos. Cada cierto tiempo, en la soledad de mi pieza, lo retiraba y lo armaba sobre mi escritorio. Jugaba solo. No iba a exponer esta reliquia a que cualquier descuidado se le resbale una pieza y se pulverice en el suelo. Lo que sucedía al resto de mis amigos, como no disponían de un juego extra para romperlo, sus piezas lucían con la corona del rey quebrada o con algún alfil partido en dos.
Terminada la contemplación, retiraba el tablero y lo guardaba bajo los zapatos donde era su lugar. Guardaba la llave en otro escondite secreto.
Una noche de celebración, me acerqué a la repisa del comedor a buscar la sopera con sus vasos para preparar un ponche y cuál fue mi sorpresa al encontrar dentro de la hielera de cristal el caballo negro de mi ajedrez de colección.
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