Otro texto muy antiguo.
Sabido es que los cuentos y los cuentistas me fascinan, me apasionan, me hacen desear ser el autor de muchos de ellos. Contar un cuento no es cosa fácil, o quizás sí, pero a mí no me lo parece. De primera intención, se dicen o se cuentan las cosas de forma muy diferente a como se escriben y es ahí donde empieza el problema, porque un cuento no lo puedo escribir como si lo estuviera contando de viva voz. A lo mejor exagero en mis apreciaciones, porque Juan José Arreola, cuando hablaba y contaba sus historias, lo hacía con tal facilidad y riqueza verbal, que más parecía que las estuviera escribiendo y no hablándolas.
Sé que tengo mis autores y mis cuentos preferidos; nunca he podido negar lo mucho que me atraen los cuentos de Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Edgar Allan Poe, Horacio Quiroga, Antón Chéjov, sólo por hablar de los más conocidos; pero hay una infinidad de cuentistas medianamente conocidos o francamente desconocidos, que dentro de su obra cuentística, portan joyas preciosas del género, que por diversas razones se pierden u olvidan, en el inmenso universo de la literatura. Con seguridad, a muchos, la mención de algunos nombres les dirán mucho, poco o nada; pero la calidad innegable de sus cuentos (sobre todo para los que nos apasiona el género) los hace casi imprescindibles: Onelio Jorge Cardoso, Francisco Rojas González, Stanislav Lem, José de la Cuadra, Marco Tulio Aguilera Garramuño, Juan de la Cabada, Ray Bradbury, Bruno Traven, Rubem Fonseca...
Por eso hablo hoy de Juan José Arreola, cuya obra además de la cuentística, abarca ensayo, novela y obras teatrales. Para mí su virtud mayor, son los cuentos; quizás alguien opine diferente: La parábola del trueque, El guardagujas, Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos, son muestras excelentes para conocer la obra de este escritor mexicano, nacido en 1918 en Zapotlán el Grande (hoy, Ciudad Guzmán). Su Confabulario, lo coloca como un escritor de ésos que vale la pena leer.
Este es un fragmento de “Para entrar al jardín”:
“Tome en sus brazos a la mujer amada y extiéndala con un rodillo sobre la cama, después de amasarla perfectamente con besos y caricias. No deje parte alguna sin humedecer, palpar ni olfatear. Colóquela en decúbito prono (ventral), para que no pueda meter las manos y arañarlo. Incorpórese con ella cuando esté a punto de caramelo, cuidando de no empalagarse. En el momento supremo, apriétele el pescuezo con las dos manos y toda la energía restante.
Para facilitar la operación se recomienda embestir de frente sobre la nuca para que no pueda oírse un monosílabo. Suéltela y sepárese de ella cuando el corazón haya dejado de latir y no haya feas sospechas de necrofilia. Colóquela ahora en decúbito supino (dorsal) y compruebe el reflejo de pupila. Por las dudas, auscúltela con el estetoscopio que habrá pedido prestado a su vecino, el estudiante de medicina. Ciérrele los ojos, sáquela de la cama y déjela enfriar, arrastrándola hasta el cuarto de baño. Si tiene a mano un espejo, póngaselo sobre la cara y no la vea más”...
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