Un soldado, en combate, mató hombres, mujeres, niños, sin hacer diferencia alguna. Era una actividad cotidiana que realizaba sin sobresaltos ni cargos de conciencia. Un día cualquiera después de años de sufrimiento, la guerra terminó. La actividad predilecta del soldado, matar o morir, dejó de tener relevancia; era tiempo de volver al hogar. Los que regresaron traían heridas y cicatrices en cuerpo y alma; por eso, en una ceremonia solemne, recibirían honores, ascensos y medallas, para restañarlas un poco. El soldado fue de los afortunados; vestido con uniforme de gala, asistió al evento y recibió tranquilo y sonriente su medalla al valor y su nuevo rango de teniente. Todo hubiera estado bien, si no fuera por la pesadilla de la noche anterior: los ojos que lo miraban, los ojos asustados e inocentes de la niña de cuatro o cinco años sobre la que disparó sin piedad la última noche de combate. La mirada de aquellos ojos, sin saberlo, le habían abierto una herida profunda en el alma. Los condecorados parecían felices. Obra perfecta de un sistema decadente, soberbio y abusivo, el soldado lo parecía también.
Recordando los ojitos inocentes y asustados de la niña acribillada, el soldado sonreía ampliamente, cuando apretó el gatillo de la metralleta que llevaba oculta entre las ropas y los cuerpos desechos de los representantes del sistema ahí reunidos, comenzaron a caer.
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