La joven pasea por un jardín colorido, lleno de esplendor. Llega hasta ella un perfume envolvente; al aproximarse para conocer de donde proviene, se encuentra con unas magníficas rosas blancas. Le fascina una en especial, suntuosa, espléndida, toda blanca y muy bella. Con suavidad la acaricia con ambas manos procurando no lastimarse con sus espinas. Aspira con avidez el delicioso aroma, acariciando al mismo tiempo la morbidez de sus pétalos. Siente una dulce sedosidad que la incita a querer internarse en el secreto de su corola. Entonces imagina estar dentro de ella, disfrutando de la perfumada oscuridad que la rodea, de su frescura y humedad. Se le ocurre que se está muy bien dentro, que podrá descansar feliz, y se acomoda con suavidad, mientras la rosa lentamente, sin perturbarla, la va absorbiendo por completo.
Unos días más tarde, el jardín se alegra con las risas y la voz de una niñita que lo recorre de la mano de su mamá. Admiran cada uno de los conjuntos de flores, las dalias, pensamientos, las violetas. Llegan hasta las rosas, y mientras la mamá se agacha para sacarse una pequeña piedra de su sandalia, la niña abre muy redondos sus ojos y boca: -Mami– le dice con asombro tocando su brazo – No parece escucharla su mamá. -Mamita, esa flor parece tener una cara de mujer– comenta maravillada. La mamá ni la escucha, ocupada como está quitándose ¡otra piedrita más de su calzado!
Luego se alejan... |